Las cofradías nunca se pierden por el camino. De una manera, más o menos directa, transitan el año de punta a cabo con su pensamiento latente. Cierto es que la intensidad aumenta ahora, en estos días en que hay quien quema incienso como si estuviese aguardando que salieses a la calle, o en que los actos se multiplican por mil y conseguir así la preparación oportuna para lo que aguarda.
Cualquiera diría que, cada año, es igual. Los mismos cultos, conciertos parecidos, pero nada más lejos de la realidad. Cada año es distinto, como cada reacción y cada sentimiento. De no ser así, las cofradías no embaucarían a cada golpe de primavera.
Ni cultos, vigilias, cíngulos, arpillera o túnica darían de sí en el armario, de no ser por la sorpresa constante, vibrante en el pecho aunque ya no sea como al principio. Pues en origen había un componente insalvable de inocencia, mientras que en el desarrollo aprendimos a quitar de la mochila lo malo, aunque sea en el tiempo que dura una chicotá.
Me dijo una vez alguien que no me adentrara por los mares cofrades, que perdería la ilusión. Y es cierto que me gusta más ver a Pocoyó con mi hijo que un vídeo de esos que riegan YouTube. Que prefiero leerle el cuento de Elefun que leer los pastiches caducos de alguna prensa concreta. Que nos divertimos más jugando que observando a algún personaje de esta ciudad que recuerda a un inquietante clown de rostro ajado.
Sin embargo, algo de revolución resta en el horizonte anciano que ya no es promesa. Una pléyade de promesas seniles que murieron con otras revoluciones, pero que, como suave cae la noche en la que Dick es un héroe caído, no dejan de prometer un último brindis ante la primavera que nos verá luchar como la vez primera.
Blas J. Muñoz