Blas Jesús Muñoz. Hubo tardes lánguidas de otros inviernos; tardes melancólicas y expectantes que aguardaban su momento en un folio en blanco, esperando ser coloreado a carboncillo o con la tinta que se apretaba con la fuerza justa de una palabra o la voz contundente de una frase adecuada.
Eran las tardes últimas del invierno que prometían un desenlace definitivo a la eternidad de la noche que era, casi, una condena descarnada de oscuridad. Aquéllas donde la música de elegante de una marcha precisa servía de interruptor idílico a la imaginación, presta a desenvolverse en el anhelo profundo.
Sonaba la melodía que ideara Ricardo Dorado para nombrar a la Madre. Su cadencia se dejaba caer por la habitación para transportar los pensamientos a una imagen en monocolor de la ciudad que ve pasar un paso de palio entre las calles que fueron promesa. La Virgen de Gracia y Amparo construía caminos invisibles que dotaban la escena de color. Mientras, el Lunes Santo parecían una verdad inminente que había vencido a la propia idealización que, los últimos días de la Cuaresma, ya no podían soportar.
Sonaba la marcha de Dorado y, ante los ojos escondidos a la realidad, otra se hacía más fuerte, presente, en la mirada de Gracia y Amparo.
Recordatorio Entre la Ciudad y el Incienso: Abrazado a la Cruz