Esta semana
hemos vivido momentos muy emotivos contemplando a nuestra madre la Virgen de
los Dolores, con motivo del aniversario de la coronación: en la visita a siete
conventos de clausura, la celebración de un solemne triduo en la Santa Iglesia
Catedral y una procesión extraordinaria por las calles de nuestra ciudad. Es
ya, un anticipo de la procesión Magna “Regina Mater” de las imágenes y devociones
coronadas en la diócesis de Córdoba.
En la sociedad
de este tiempo donde todo está en revisión, donde parece ser que se niega la
posibilidad de los absolutos y que todo se juzga o se mide desde un relativismo
feroz que deja al desnudo y a la intemperie la posibilidad de la verdad, habrá
quien lamente que aún sigamos existiendo multitudes que hagamos nuestra la
afirmación de que “María, es reina de cielo y tierra”, y que por ello nos
inclinamos ante Ella y reconocemos su realeza y la bien merecida corona ganada
por ser hija eminentísima del Padre, amante y tierna esposa del Espíritu y
abnegada, solícita y amorosa madre del Hijo de Dios.
Ella es la “Reina enjoyada con oro de ofir” (Sal
44), a la que desde siempre se han dirigido tantos y tantos fieles imitando la
actitud de su prima Isabel cuando recibe la visita de aquella que había sido
elegida para ser madre del Divino amor, predilecta del que la engendró, “que asoma como el alba, hermosa como la
luna, refulgente como el sol” (Ct 6,10). Su pariente se sobrecoge en su
interior al contemplar la radiante hermosura de la limpieza y pureza del
corazón de una pequeña cría de Nazaret que manifiesta su elección para ser
Reina y Señora en el servicio y generosidad. De ahí, que en Isabel brote el
dulce canto y aclamación: “Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a
verme la madre de mi Señor? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu
saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirán
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! (lc1, 42-45).
El Papa Pío
XII, cuando concluía el Año Mariano, el 11 de octubre de 1954, hizo pública la
carta encíclica AD CAELI REGINAM, sobre la realeza de la Santísima Virgen María
y la Institución de su fiesta. Comenzaba con estas palabras “A la
Reina del Cielo, ya desde los primeros siglos de la Iglesia católica, elevó el
pueblo cristiano suplicantes oraciones e himnos de loa y piedad, así en sus
tiempos de felicidad y alegría como en los de angustia y peligros; y nunca
falló la esperanza en la Madre del Rey divino, Jesucristo, ni languideció
aquella fe que nos enseña cómo la Virgen María, Madre de Dios, reina en todo el
mundo con maternal corazón, al igual que está coronada con la gloria de la realeza
en la bienaventuranza celestial”. Con estas palabras, y en los puntos siguientes del documento, pone de manifiesto la prueba bíblica
concerniente a la realeza de María que se expone englobada en la tradición, “en
los más antiguos documentos de la Iglesia y en los libros de la sagrada
liturgia”. Y continúa afirmando que “con
razón ha creído siempre el pueblo cristiano, aun en los siglos pasados, que
Aquélla, de la que nació el Hijo del Altísimo, que «reinará eternamente en la
casa de Jacob» y [será] «Príncipe de la Paz», «Rey de los reyes y Señor de los
señores», por encima de todas las demás criaturas recibió de Dios
singularísimos privilegios de gracia. Y considerando luego las íntimas
relaciones que unen a la madre con el hijo, reconoció fácilmente en la Madre de
Dios una regia preeminencia sobre todos los seres”.
En la misma
encíclica expone, tras desgranar previamente los testimonios de los Santos
Padres, el Magisterio de la Iglesia y la Sagrada Liturgia, las razones
doctrinales por las que podemos decir en verdad que la Virgen María es Reina.
En primer lugar y principal argumento es la Maternidad Divina, “El ángel le dijo: “No temas María, porque
has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y va a dar a luz
un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se llamará Hijo del
Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la
casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30-33). Y en
segundo lugar afirma el Papa Pío XII “Mas la
Beatísima Virgen ha de ser proclamada Reina no tan sólo por su divina
maternidad, sino también en razón de la parte singular que por voluntad de Dios
tuvo en la obra de nuestra eterna salvación”. Así lo afirmaron los padres sinodales en el
capítulo VIII de la Lumen Gentium “todo
el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los
hombres no tiene su origen en ninguna necesidad objetiva, sino en que Dios lo
quiso así” (60); y por ello es nuestra madre porque “concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al
Padre en el templo, sufriendo con su Hijo que moría en la cruz, colaboró de
manera totalmente singular a la obra del salvador por su fe, esperanza y
ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres” (61) .
María, bendita entre todas las mujeres, sigue
cuidando de cada uno de nosotros que aún caminamos en este mundo en una lucha
constante contra el mal que nos quiere apartar y alejar de vivir en el Reino de
Dios que ya ha comenzado en nosotros. Por ello, hacemos bien en alabar y
bendecir a la excelsa, única y distinta flor del paraíso, reina del jardín,
porque ella es nuestro auxilio, abogada, socorro y mediadora. Ella bien merece
ser coronada de gloria (1 Pe 5,4), una corona incorruptible (1 Cor 9, 25),
acoger en sus sienes la corona de la vida (St 1, 12; Ap 2,10). No tengáis miedo
hermanos en alzar la voz y proclamar a la Virgen María como Reina y Señora del universo creado, Dueña, , Dominadora…,
como afirmaba San Ildefonso de Toledo “Oh
Señora mía!, ¡oh Dominadora mía!: tú mandas en mí, Madre de mi Señor, Señora
entre las esclavas, Reina entre las hermanas”.
José Juan Jiménez Güeto