Con este título tan escueto, conciso
y profundamente reflexionado -nótese la ironía en esto último- me propongo
analizar uno de los aspectos que nutren la fe del cristiano: la oración. Sin
embargo, habría que dejar claro qué es rezar y qué no es rezar. Orar no es una
repetición mecánica del Padre Nuestro, el Ave María o el Sanctus, es decir, no
es un recitado memorístico. Orar no es solamente pedirle a Dios cosas para uno
mismo olvidándose de los demás. De hecho orar no es sólo una comunicación unidireccional,
del que pide algo hacia el que puede facilitárselo, Dios, como el que hace la
compra online en el Mercadona. Para mí rezar es una palabra y una escucha
simultáneas. Estamos acostumbrados a vivir en un mundo con tanto ruido que
hasta cuando nos paramos a rezar no somos capaces de escuchar desde nuestro
corazón lo que Dios nos ha de decir. Pedimos, pedimos y volvemos a pedir, pero no
prestamos atención a qué respuesta recibimos. Dios nos conoce a todos por
nuestro nombre, sabe quiénes somos, nuestros defectos y nuestras virtudes,
faltaría más: nos ha creado Él. Siempre hay algo que nos quiere decir, pero
hemos de ser capaces de resintonizar nuestra antena para alcanzar la frecuencia
divina. Rezar es diálogo, un diálogo interactivo –aunque suene redundante
conviene dejarlo meridianamente claro-.
Ya apunté una vez la necesidad de
dar las gracias, no quiero redundar en ello, pero sí recordarle que en este
diálogo también hay lugar para agradecer todo lo bueno que Dios nos ha
regalado. Pararnos y bajarnos del loco mundo por unos minutos, percibir todo
cuanto hay a nuestro alrededor y simplemente decirle gracias al Padre por todo
lo que hay en nuestra vida.
Es muy fácil invertir cinco
minutillos diarios a rezar algún que otro Padre Nuestro y Ave María y luego
pedirle a Dios lo que queremos en nuestra vida, para nosotros o para los
nuestros. Podemos no acordarnos de Jesús, María o Dios en todo el día, incluso
negarlo como Pedro hizo en tres ocasiones antes de que el gallo cantara, pero
en cuanto surge algún problema o se nos antoja algún capricho… Tiramos de Dios,
un Dios de bolsillo como gusto de llamarlo: lo sacamos solamente cuando nos
hace falta, el resto del tiempo permanece oculto incluso escondido en el
bolsillo de nuestra vida. Somos así de hipócritas, así de egoístas.
En el mejor de los casos, pedimos por algún familiar o amigo que nos
toque de cerca, pero de los demás nos olvidamos del mismo modo que obviamos el
hecho de que todos son hermanos nuestros, hasta los que nos caen mal o
concebimos como enemigos. Pero lo cierto es que también hay que orar por ellos.
Fíjense, soy una persona a la que le gusta estar con la conciencia bien limpia,
y con el sentimiento de haber hecho todo lo posible para que, si una amistad no
ha terminado bien, no haya sido por haber dejado de intentarlo por activa y por
pasiva. Una de las cosas que me ayudan a ello es pedir por todo aquel que me
haya podido ofender o hacer daño de un modo u otro. Pienso que Dios atiende más
este tipo de peticiones que las que se limitan a “Señor, que me toque la
lotería y me pueda jubilar tranquil@”. Es nuestro deber como cristiano pedir
por aquel que se equivoca, aunque cierto es que no es labor nuestra la de
juzgar a nadie, pero no está de más orar porque nuestro enemigo, aquel que nos
ha fastidiado, para que redirija su rumbo hacia el sendero de Cristo y no
vuelva a lastimar a nadie más. Prueben, de verdad que resulta reconfortante
hacerlo.
Otro de los aspectos de la oración
que me gustaría destacar tiene su origen en la Catequesis de Confirmación a la
que asisto desde hace más de un año. Nos hicieron ver algo que jamás había
pasado por mi cabeza, pero sin duda me hizo caer en la cuenta de que era algo
que Jesús hacía constantemente. Se trata de orar por aquel que no tiene quien ore
por él. Cuánta gente habrá, desgraciadamente, que esté sola en el mundo,
deambulando de una parte a otra y apenas pudiendo llevarse nada a la boca. Sin
familia, sin amigos, sin nadie. Como decía, es algo que puede observarse en
Jesús en múltiples pasajes del Nuevo Testamento. Se acercaba una y otra vez a
los repudiados por la sociedad de aquel tiempo: prostitutas, leprosos,
publicanos, impuros en general… les tendía la mano, les miraba a la cara, les
escuchaba, les sanaba el alma… Les daba la salvación divina. Cierto es que en
la actualidad no podemos refugiarnos en la comodidad de la oración desde
nuestra casa calentitos, descuidando tanto la caridad como el mancharnos las
manos en pro de aquellos que lo pasan tan mal. Pero considero que no estaría de
más que de vez en cuando saliéramos de nuestro egocentrismo habitual y
dedicáramos nuestras oraciones a quien no tiene a nadie, repito, a nadie, que
ni si quiera dedique un segundo de su vida a rezar por él o ella. Es duro, pero
es la sociedad en la que nos toca vivir. No está tan lejos de la de Jesucristo,
en esencia. Sería muy positivo para nuestra Madre Iglesia que comenzáramos a
conocer más al Hijo de Dios, y toda la obra que hizo en el mundo terrenal y
cómo usaba la oración para comunicarse con su Padre. Él es el Camino, la Verdad
y la Vida. Hay que seguir a Jesús, no lo olviden…
José Barea
Recordatorio Verde Esperanza