Pocos, muy pocos son los miembros
del club de los elegidos por el destino para ser capaces de obrar el milagro de
cambiar el mundo y muchísimos menos los que poseen la capacidad de hacerlo por
sí mismos, de manera autónoma, sin necesidad de la participación de sus semejantes.
Si repasásemos la historia de
nuestras cofradías en la época contemporánea podríamos contar con los dedos de
dos manos a aquellos seres humanos cuya capacidad innata o adquirida ha
propiciado transformaciones relevantes en hermandades concretas o incluso en la
fisonomía de la Semana Santa globalmente considerada.
Juan Manuel Rodríguez Ojeda es
probablemente el paradigma más conocido de un ser artísticamente superior, un
hombre dotado de una especial sensibilidad y unas condiciones excepcionales
capaces de crear, verdaderamente crear más allá de la copia disfrazada y
alterar lo establecido para que la realidad que dejó tras de sí fuese
diametralmente opuesta a la que encontró. Pero no ha sido el único caso en las
cofradías contemporáneas.
A principios del siglo XX, la cofradía
de San Juan de la Palma no era precisamente el ejemplo de compostura y de
hermandad seria que todos conocemos en la actualidad como el Silencio Blanco. En 1911, la
corporación sorprendió a propios y extraños mostrando a Sevilla y por extensión
al mundo, un giro copernicano a la que era su esencia hasta entonces, dando los
primeros pasos para configurar esta excepcional idiosincrasia que constituye su
santo y seña en la actualidad. Esta metamorfosis fue esencialmente obra de un
solo hombre, José Prados Vera, mayordomo de la hermandad, quien secundado
indiscutiblemente por un hermano mayor que tuvo la grandeza de ser consciente
de que un elegido compartía mesa junto a él en los cabildos de oficiales, fue
capaz de convencer a sus coetáneos de la necesidad del cambio y de crear ese
estilo personal e intransferible, por más que muchos se hayan esforzado en
copiarlo, que hoy posee la Amargura.
En la ciudad de Córdoba también
existen ejemplos de lo que les cuento, personas que bien por poseer una mente
preclara o en ocasiones de manera casi accidental, fueron capaces de alterar lo
existente para parir algo distinto a lo que el común de los mortales consideraba imposible de evolucionar.
José Gálvez fue uno de ellos,
probablemente en este caso, limitándose a importar a su ciudad de acogida lo
que había conocido en sus años de juventud, algo muy sencillo en este mundo
globalizado de redes sociales pero de una extrema complejidad en el tiempo en el que ocurrió y
puede que no siendo consciente en origen de que sus decisiones modificarían lo
establecido en la Semana Santa de Córdoba para convertirla en lo que es en nuestros días.
Fray Ricardo de Córdoba, otro genio incuestionable para todo el universo cofrade salvo para algunos de sus
conciudadanos que, desde la visceralidad que se alimenta de la envidia y el
cainismo más repugnantes, niegan el pan y la sal a uno de los artistas
fundamentales de la Semana Santa de Córdoba y Andalucía y sin cuya existencia
las cofradías cordobesas, salvo escasísimos ejemplos, jamás hubiesen
abandonado el pozo de la mediocridad. A veces me pregunto cuánto le debe la muy
ingrata ciudad de Córdoba a Ricardo Olmo… sin encontrar jamás respuesta.
En las últimas décadas otro
grande dejó su indiscutible impronta en la ciudad de San Rafael. Fray Juan
Dobado, llegó a San Cayetano para modelar una devoción que, dicho desde el mayor
de los respetos, era lo que era, y la convirtió en una referencia, no ya de las
corporaciones lefíticas cordobesas, sino un ejemplo con mayúsculas para el
universo cofrade de la ciudad y un ejemplo para toda Andalucía y cuya capacidad, esfuerzo y
encomiable labor disfrutan desde hace unos años a la sombra de la Giralda.
Queda por tanto científicamente
demostrado, que efectivamente existen seres superiores que son capaces de, en el ejercicio práctico de sus propias condiciones, dar la vuelta como un calcetín a una hermandad
o a toda una realidad cofrade, y cuya existencia ha reportado un evidente beneficio
común.
El problema surge cuando se
manifiesta el fenómeno opuesto. Individuos que carecen del conocimiento mínimo
que debería ser exigido para ostentar un cargo en una hermandad, que nada tiene que ver con haber leído unos cuantos libros de arte, y que terminan
ejerciendo de prioste, diseñador, vestidor o hermano mayor, empeñándose en materializar
una genialidad que no poseen. Sujetos que viven en el convencimiento de ser la
reencarnación del mismísimo Juan Manuel y experimentan vistiendo (o instando a ello) de colores
inadecuados a la Imagen que toque, como si de una Nancy se tratase o inventan
un absurdo coro de niños para desfilar tras un palio, o copian y copian como si
no hubiese un mañana llamando "diseño exclusivo de inspiración romántica" a lo
que otro dibujó con anterioridad. Personajillos que pretenden modificar el
estilo de un paso vía repertorio musical o incluso propiciando la expulsión de
un capataz que ya estaba ahí mucho antes de que el interfecto rellenase su
ficha de hermano. Habitualmente se trata de especímenes impresentables, pobres
diablos que han ido saltando de flor en flor hasta encontrar acomodo en aquél
lugar en el que la dejación de funciones de quien hipotéticamente manda les ha permitido hacer
de su capa un sayo y que entre las múltiples carencias que colecciona su
miserable condición humana, está la de la ausencia de la hombría imprescindible para asumir de frente la
responsabilidad de sus acciones escudándose en la vara dorada que otro ostenta
con más pena que gloria.
Tal y como periódicamente les recuerdo, ahí es donde los cofrades debemos
aprender a decir basta, a poner pie en pared y hacer ver a estos presuntos
iluminados que no vamos a tolerar que su capricho altere lo inalterable porque
ni son poseedores de sensibilidad especial alguna, ni el destino les ha dotado
de la capacidad de crear más allá de la siembra de cizaña y el reparto
selectivo de estiércol al que ya nos tienen acostumbrados. Lo vengo reiterando con mayor frecuencia de la que quisiera, pero la realidad es muy tozuda.
Este es el verdadero cáncer de
nuestras cofradías, el que hay que extirpar con urgencia y perfección
quirúrgica, antes de que el mal se extienda infectando al resto del organismo,
las consecuencias sean irreparables y la muerte una realidad. La cuestión es,
¿quién asume la responsabilidad de coger el bisturí antes de que sea demasiado
tarde?, porque por más que miro a mi alrededor, cada vez es más complicado mantener la esperanza y más sencillo coleccionar incapaces mancillando cofradías.
Guillermo Rodríguez