Las virtudes teologales que Dios infunde en la inteligencia y voluntad para el orden de sus acciones al Padre mismo. A veces he pensado en la bifurcación; Iglesia- Hermandad y sinceramente, nunca la he entendido. Solo “egos” y afán de “protagonismos vanos”, hacen separar las aguas que nacen del mismo venero y que debieran discurrir por el mismo cauce. Dios nos entrega un paraíso de amor, sin pedir nada a cambio y en la Pasión Del Hijo del Hombre, nos mostró que la muerte es física y aunque nos espera en su Reino de Gloria, nos acompaña en nuestro día a día, siempre está a nuestro lado.
El concepto Iglesia, templo, es extrapolable a nuestro cuerpo, somos, dentro de todos nuestros defectos, el Sagrario que custodia los sacramentos, el Pan de Vida Eterna, el Alma. Nuestros templos visitan el Templo, en la búsqueda de la floración de nuestro Yo, entregándonos al Tu, hermanos. El ser reconoce la trascendencia de crear un firme pilar, con tres ramificaciones. Solo un Padre que ama a la Humanidad, sin límites, alumbra el entendimiento para creer, Fe, en nuestros hermanos como en el mismo.
La Fe, es como un hermoso amanecer, cada ser percibe distintos matices en el cromatismo de la luz, pero no es necesario clamar que ha amanecido, todos contemplamos la diáfana alborada. Es habitual que algún mayor, de niños nos lleve al templo y esboce en nuestras frentes una cruz de agua Bendita. Allí contemplamos imágenes, obras que expresan la Vida y Pasión de Jesús y su Santísima Madre, María. Quizá por tradición familiar o por una llamada, que no llegamos a entender, nuestros sentimientos se hacen afines a una hermandad.
Esperanza. Empezamos a ser conscientes del trabajo callado de unos hermanos- cofrades. Quizá por primera vez, sufrimos la pérdida de un ser querido, por primera vez, oímos y sentimos el vacío de “la gran mentira”, como la llamaba Jesús, la muerte. Nuestro interior yace herido, nos hacemos preguntas, nos revelamos, pero el Padre nos tiende su mano apoyándola en nuestro hombro. El dolor intenso de la perdida física del ser amado, nos hace dudar, pero la Fe nos dice, “ahora ha empezado a vivir en mi Reino”. Esperanzados continuamos escuchando las enseñanzas y en un instante, que da sentido a muchos silencios, aprendemos a sembrar y a encontrar seres que necesitan de nosotros, como nosotros de ellos, el amor del Padre va trenzando la espiga.
Caridad. Lo más parecido a la casa del Padre en la tierra. Nuestra alma, cual paleta de colores, se nutre de las buenas acciones que realizamos. Una serena brisa atusa nuestros cabellos y empezamos a sonreír con el corazón. La simiente ha germinado a la sombra del Espíritu Santo y el ser se siente congraciado con la tierra y el cielo. Las aguas deben peregrinar por el mismo cauce. Honrad al Padre, al que siempre está a nuestro lado.
El concepto Iglesia, templo, es extrapolable a nuestro cuerpo, somos, dentro de todos nuestros defectos, el Sagrario que custodia los sacramentos, el Pan de Vida Eterna, el Alma. Nuestros templos visitan el Templo, en la búsqueda de la floración de nuestro Yo, entregándonos al Tu, hermanos. El ser reconoce la trascendencia de crear un firme pilar, con tres ramificaciones. Solo un Padre que ama a la Humanidad, sin límites, alumbra el entendimiento para creer, Fe, en nuestros hermanos como en el mismo.
La Fe, es como un hermoso amanecer, cada ser percibe distintos matices en el cromatismo de la luz, pero no es necesario clamar que ha amanecido, todos contemplamos la diáfana alborada. Es habitual que algún mayor, de niños nos lleve al templo y esboce en nuestras frentes una cruz de agua Bendita. Allí contemplamos imágenes, obras que expresan la Vida y Pasión de Jesús y su Santísima Madre, María. Quizá por tradición familiar o por una llamada, que no llegamos a entender, nuestros sentimientos se hacen afines a una hermandad.
Esperanza. Empezamos a ser conscientes del trabajo callado de unos hermanos- cofrades. Quizá por primera vez, sufrimos la pérdida de un ser querido, por primera vez, oímos y sentimos el vacío de “la gran mentira”, como la llamaba Jesús, la muerte. Nuestro interior yace herido, nos hacemos preguntas, nos revelamos, pero el Padre nos tiende su mano apoyándola en nuestro hombro. El dolor intenso de la perdida física del ser amado, nos hace dudar, pero la Fe nos dice, “ahora ha empezado a vivir en mi Reino”. Esperanzados continuamos escuchando las enseñanzas y en un instante, que da sentido a muchos silencios, aprendemos a sembrar y a encontrar seres que necesitan de nosotros, como nosotros de ellos, el amor del Padre va trenzando la espiga.
Caridad. Lo más parecido a la casa del Padre en la tierra. Nuestra alma, cual paleta de colores, se nutre de las buenas acciones que realizamos. Una serena brisa atusa nuestros cabellos y empezamos a sonreír con el corazón. La simiente ha germinado a la sombra del Espíritu Santo y el ser se siente congraciado con la tierra y el cielo. Las aguas deben peregrinar por el mismo cauce. Honrad al Padre, al que siempre está a nuestro lado.