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miércoles, 9 de diciembre de 2015

El cáliz de Claudio: El día que murió la música


La música murió hace tanto que ya no podemos ponerle, ni tan siquiera, una fecha de defunción. Las reiteraciones, sus repeticiones estandarizadas para que todo suene en la misma clave comercial que vende canciones, o marchas, en iTunes, que dispara las reproducciones en YouTube y que perpetran el atentado de que todo suene a lo mismo es una especie de sacrilegio que ya no es inimaginable porque vivimos dentro de él y, por eso mismo, se nos hace imposible detectarlo. Es parte de nosotros. Es como el chocolate extrafino que sabe igual en una tableta de marca blanca que una que guarda la última onza. Uno está más rico porque así nos lo vende el anuncio y el precio pero, con los ojos tapados, habría que escuchar la respuesta de más de uno.

Los recuerdos son equívocos y las idealizaciones son falsas. Cualquiera puede recordar la emoción con que escuchaba una cinta, recién grabada, cuando llegaba la Cuaresma e idealizar que solo pudieras acceder a unos pocos minutos de hierro y cromo, tal como si se tratara de algo tan cool como la ausencia de medios a tu alcance. Es parte del argumentario del neo purista que descubre en el pasado un barniz con el que revestir su teoría maniquea.

Cualquier cantante Pop suena al anterior y al siguiente, casi como cualquier marcha automatizada. Y esto no solo pasa con lo de ahora, sino con compositores tan afamados que, al pódium al que se les alzó, quienes lo hicieron o participaron de ello atesoran una complicidad que les impide volver sobre sus pasos. Pasa con los clásicos, qué le vamos a hacer, pues con los contemporáneos el embrujo no dura casi ni los tres minutos de su mejor marcha. Y cansan, aburren y uno siente no vestir de negro a diario para vestir el luto por quince o veinte marchas a lo largo de la historia. 

El índice acusador que denostó a Gámez o a De la Vega fue el mismo (en otra mano) que los alzó al cielo de un idealismo fingido. Siento arrebatos de decir que no me gusta Saeta Cordobesa (aunque sea una de mis marchas) para que mañana alguien amenace con quemarse -o quemarme- a lo Bonzo. Ardo en deseos de contar el escalofrío que me supuso escuchar "La Madrugá" en el final de Alatriste y poder haber atestiguado los estertores de quienes denostaron a Abel Moreno porque era lo que tocaba.

Hace treinta y cinco años murió la música, aunque aun faltara una década de luz para constatarlo y, muerto Lennon, siempre nos quede Dylan. También nos queda Búnbury y las canciones que no se quieren cantar. Nos queda esperar que una brisa traiga algo más que salitre y recuerdos manidos de tanto sobarlos.

Blas Jesús Muñoz










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