Blas Jesús Muñoz. La mañana del sábado camina hacia el mediodía. En los alrededores de la Trinidad, el sol parece contradecir los últimos días de diciembre. La gente ha tomado las calles, el día después de Navidad. La luz brilla distinta, mientras sigo apercibiéndome de que mi fe ha crecido en estos últimos tiempos. Dicen que los implicados, de una u otra manera, son los últimos en percatarse de la revolución, pero no pienso en ella de la misma manera que la mayoría porque somos los católicos, los cofrades, quienes comenzamos a revelarnos frente a un viejo sistema que renace con sus antiguos fantasmas.
Con esas y otras tribulaciones cruzo la cancela del antiguo Colegio de la Trinidad y, sin aun saberlo, me dispongo al asombro. No es poca cosa la obra que ha hecho José Juan Jiménez Güeto, en comunión con su Parroquia, con la disposición de este Museo que es ya parte de la Córdoba más brillante. De la que nos regala una porción de su historia y nos entrega, sin más, una buena dosis de cultura. La misma de la que la sociedad se halla anémica, en buena medida.
El Museo cuenta con un acervo patrimonial bastante importante, el cual recorre la historia del templo de San Juan y Todos los Santos. De tal forma que cuenta con reproducciones multimedia, así como con piezas de un incalculable valor artístico en un recorrido que transita por documentos, pintura (piezas de Antonio del Castillo o atribuciones a Valdés Leal), además de piezas señeras de las hermandades y fraternidad que integran la parroquia, como las imágenes que componen el Misterio del Perdón.
A todo este espacio, hay que sumar dependencias destinadas a las cofradías de la Santa Faz, Perdón y Pro Hermandad de la Quinta Angustia, un salón de actos, una guardería o un espacio destinado a la realización de exposiciones itinerantes que dan muestra del aprovechamiento de un espacio que viene a engrosar el patrimonio cultural de la ciudad.
De regreso a casa, camino mascullando estas torpes palabras que ponen a prueba lo vivido y su plasmación última. Sin embargo, una vieja certeza me acompaña y no puedo evitar una leve sonrisa interior, una pequeña autoconcesión. He recordado por qué comencé a emborronarme las manos con folios y tinta azul. Sencillamente, por tener la suerte de vivir mañanas como esta.