Blas J. Muñoz. Aquella tarde se dispuso a recorrer la ciudad, cámara fotográfica en ristre, para con suerte guardar alguna estampa -perdurable y física- de aquella Cuaresma. Una ruta por las iglesias Fernandinas lo guió hasta la historia más profunda de la ciudad; la que se abre al atardecer como una grieta de su propia historia.
Hubo altares que lo sorprendieron y, en una capilla ganada al tiempo, su mirada buscó la de aquella Virgen doliente que busca sus explicaciones en la bóveda celeste. En un orbe que se sitúa más allá de sus pupilas que piden el amparo necesario, la comprensión mística, tan humana, que busca en su brizna de duda la fe que la disipa.
En San Lorenzo, la oscuridad se asía con tenacidad a los sentidos, mientras en la capilla enfrentada, la muerte aparecía descarnada en la piel de otro Cristo. Entre tanto, permaneció minutos, tal vez, horas, contemplando el rostro de Nuestra Señora, diluviando en aquella incomprensión aparente el origen de la suya.
La Virgen del Mayor Dolor parecía tan distante y cercana que sintió que apenas nada los separaba. La recordó de regreso a su templo, siguiendo la estela de los angelitos que hacían las veces de Cirineo al Señor del Calvario. Quiso ser entonces el Discípulo Amado, las horas después de la muerte del Hijo.