Blas J. Muñoz. Aquella nos encontramos los dos. Un intenso
fin de semana, con el Vía Crucis del Buen Suceso en el horizonte, nos
aguardaba. Cambiamos impresiones sobre la Semana Santa que nos aguardaba
entre el temor y la ilusión de ver la Catedral como la tierra
prometida. Me contó tantas cosas que por eso estos días les cuento esta
historia y me habló, cómo no, de la niña de sus ojos.
Los mismos ojos que, en su caída infinita, son capaces de
mostrar miles de años contenidos en veinticinco. Los mismos que duelen
más, que hieren y te erizan la piel con más fuerza a cada golpe de
Martes Santo. Los mismos que una noche tuvieron el atrevimiento de
cautivar los ajenos para hervirle el corazón para siempre.
Fue una noche, a su paso por Capuchinos, cuando todo quedó
dicho para siempre. Nadie supo de ese amor por más que se haya narrado.
Nadie supo que cada detalle reaparece cuando menos te lo esperas, en un
cartel, y ya ni puedes caminar por la calle porque en cada marquesina
está Ella para recordarte tu camino.
Regresó a casa con la mirada de la Virgen de la Caridad
clavada en medio de su ser. Y más seguro de que el camino, el mismo que
nunca fue sencillo, era el correcto.
Foto: Álvaro Córdoba
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