Está la mañana extraña. Hay poca gente en las calles para ser sábado. El tránsito de personas es escaso. Alguna señora presurosa a la peluquería, o bien, para el mercado central. El Liceo está tranquilo. La calle Capitulares esta calma, sin la vida que tiene un día cualquiera a media mañana. El cielo está raro. Unas pesadas nubes grises se encargan de manchar su azul. El sol también es velado por ellas. Espartería abajo se desemboca en la imponente plaza grande de la Corredera. Ha cambiado su colorido y vida de mercado diario, por zonas de veladores donde la gente toma café, o tal vez la primera cerveza del día. El bullicio allí es muy distinto al del pasado. La plaza ha perdido colorido.
La ermita del Socorro se alza recoleta y a la vez imponente. Su fachada, bien proporcionada pero elegante, blanca y presumida se abre de par en par a todos aquellos, que son muchos, y que cada mañana acuden a rezar un Ave María a la Madre de Dios. Tradición y devoción que se pierde en los tiempos. En un pasado cuando un caballero calavera pidió a la Virgen socorro, justo cuando sentía que el acero de las roperas le iban a traspasar la carne y el alma.
Paseando despacio y tras pasar por la plaza de la Almagra, la vieja calle del Poyo se estrecha cada vez más, como si quisiera abrazar la Misericordia de Cristo y a un palio malva y oro. San Pedro se alza imponente y frío como la mañana. En su interior la figura de su sacristán, Joaquín "el abuelo", añora las trabajaderas y el andar pausado de costero a costero y sus ojos brillan de emoción al recordar los momentos vividos bajo muchos pasos de la ciudad. A la izquierda, según se entra en la basílica, está la pila donde fue cristianado uno de los personajes más ilustres de dio este pueblo. Una placa lo recuerda. Ahí fue bautizado Juan de Mesa y Velasco.
Córdoba, salvo el denominar la calle del Poyo como de Juan de Mesa, y el haber erigido, no hace mucho tampoco, un monumento a tan genial artista no ha sabido estar a la altura de su vida, ni tampoco de su obra. Tal vez el estar muchos lustros a la sombra de su maestro, el alcalaíno Martínez Montañés, el llamado Dios de la madera, le ha hecho ser un artista poco conocido para el pueblo en general. También su obra, fundamentalmente elaborada en la ciudad de Sevilla, ha sido poco conocida hasta hace muy poco. Es una figura a descubrir por las nuevas generaciones, no solo por las que se acercan a las cofradías, sino para aquellas que deben de estar obligadas a conocer la grandeza de los artífices que nos legaron maravillosos simulacros de Nuestro Señor y su bendita Madre, sentando cátedra en el noble y antiguo arte de la escultura.
Para eso hace falta interés, y también personas que a través de la literatura sepan contarnos, lo que pasó hace muchos años de forma fiel y concreta. A la espalda de la basílica de San Pedro se alza el monumento al escultor cordobés. En él se le representa dormido, soñando con su última obra, la Virgen de las Angustias. El legado de Mesa para la ciudad que lo vio nacer y que a la postre labrara entre espantosos golpes de tos y falta de aire en sus dañados pulmones.
Haría falta que alguien nos contara los últimos días de Mesa al frente de su taller. Quién lo podía haber hecho se nos ha ido sin despedirse. Amante de las tradiciones cofrades y dotado de una pluma ágil y directa, supo como pocos contar la historia de Mesa, hablando del hombre que esculpió a Dios. Ese mismo Juan de Mesa ya en los estertores de una muerte próxima, también esculpió a su Madre. La obra completa del artista estaba labrada. Una historia para ser narrada y contada por un sevillano que amaba a Córdoba, y que piso, no hace tanto estas calles nuestras escoltando la Misericordia de Nuestro Señor. Fernando Carrasco, Dios te haya acogido en su Gloria. Descansa en paz.
Quintín García Roelas
Recordatorio La Feria de los Discretos: Lo efímero perpetuo