Blas J. Muñoz. Cae la noche del Martes Santo y la Virgen de la Piedad enciende, bajo su palio, el fuego de la fe que se proyecta en cada una de las piezas de la candelería. Nadie quiere que falte ningún cirio por alumbrar. Mientras tanto, las miradas se concentran en el rostro de la bella Dolorosa que gubiara Martínez Cerrillo. Como bien podrían detenerse en la tez de la Esperanza, del Amor o del Desconsuelo.
Hay quien se deja envolver por el sonido de una marcha, por los nazarenos que surcan la ciudad pretérita, por un niño que pide cera, por el aguador que acude presto a la solicitud del costalero, por ese otro costalero que aguarda el relevo... en definitiva, por el engranaje exacto de la procesión que en todo momento guarda su ceremonial inaprensible.
Cerca de Ella, en un estudiado segundo plano, Evaristo aguarda que se arríe el paso para retomar su cometido. No le puede faltar ni una sola de las llamas que crepitan por cada devioto. No es un oficio cualquiera, el de encender las velas porque es para la Santísima Virgen para quien se hace. Mantener reluciente su altar para que las miradas no se aperciban de otra cosa que no sea Ella, reinando sobre el conjunto armónico de su palio.
La Semana Santa nos ha dejado sagas de personas dedicadas a este arte (los Santizo, por ejemplo). Evaristo lo hace en Córdoba. Cuidado y esmero para que nada haga sombra a la contemplación idílica de María Santísima. Es sin duda un privilegio, pero también exige pericia a la hora de pasar discretamente sobre la escena, emulando -en la medida de lo posible- el anonimato del nazareno. Es un arte, un privilegio, el de de tomar el testigo perpetuo de la luz que la alumbra.
Fotos Jesús Caparrós
Recordatorio El proyecto de la Quinta Angustia