Blas J. Muñoz. El tiempo es un juez implacable que juega con las arrugas de los recuerdos, los mismos de los que solo deja una parte a la vista de la rugosidad de los años que fueron. Hace poco, una fotografía -de las que salen del cajón de los recuerdos postrados-, nos retrotraía a un aniversario aun caliente en la memoria de quienes fueron testigos directos.
Uno de los mismos, su propio hacedor, que tan generosamente nos regaló algunas de sus impresiones acerca de la Virgen de la Caridad la pasada Cuaresma, posaba junto al busto de la Virgen que lo elevó al plano distinto de los artistas que han conseguido una gran obra. Una imagen de la Santísima Virgen que, para una generación fraguada a lo largo de un cuarto de siglo, ha sido mucho más de lo que pudieron imaginar.
Llevarla, o simplemente mirarla una noche húmeda de juventud hirviente, mirándola de frente, con descaro y arrobo a un mismo tiempo; o postrándose ante Ella en un Besamanos; quizá, observándola en la distancia exacta de un sentimiento con miles de aristas -porque Ella siempre ofrece una nueva arista, como acertadamente dijo un antiguo pregonero.
En la fotografía tan solo aparecen la Virgen de la Caridad y Miguel Ángel González Jurado. Solo hicieron falta dos, Ella y él, para iniciar un sueño que se perpetúa en los corazones que laten bajo la caída de sus párpados cada noche de Martes Santo, o cada día de la semana en que alguien se acerque en silencio a verla.