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sábado, 15 de octubre de 2016

Sin ánimo de ofender: Por decir lo que pienso sin pensar lo que digo


Puede parecer, a priori, una evidencia afirmar que en el universo cofrade – al igual que posiblemente en todos los demás – no es oro todo lo que reluce. No todo se reduce a la estación de penitencia de la Semana Mayor. Afortunadamente en muchos aspectos, la vida de las hermandades va mucho más allá del día de salida, con iniciativas, proyectos, ilusiones, trabajo, compromiso, entrega y la puesta en práctica de los valores que, en teoría, nos guían para hacer de todos nosotros mejores personas especialmente con el prójimo.

En muchos casos, esta teoría se cumple y en otros, como es lógico, no. Pues, a pesar de que en los últimos tiempos el propósito de despertar una conciencia social de conjunto ha dado notables resultados a la hora de empatizar con los colectivos más desfavorecidos, emprendiendo bajo esa premisa cuantiosas obras de caridad, las relaciones personales más cotidianas no parecen haber corrido la misma suerte. Puede que precisamente por esa cotidianidad, por no tener – supuestamente – una repercusión mediática que frene esas conductas o por el hecho de no poder clasificar a estos otros prójimos en la categoría de “desfavorecidos”.

Entonces sí, la carencia de ese sentimiento que nos haga sentir compasión por el otro es motivo más que de sobra – una licencia si se prefiere – para sacar la artillería pesada e iniciar o retomar viejas y aburridas discusiones, cargadas de un rencor casi histórico convertidas en eternas guerras de orgullo, como si de Capuletos y Montescos se tratase.

En ese caso ya puede uno olvidarse de los modales, de la lógica, de los principios morales y hasta de la edad que se tiene. Incluso de los titulares de la hermandad que por desgracia tantas veces, parecen convertirse en un obstáculo para dar a conocer los logros de tal o cual persona, como si determinados nombres propios debieran gozar del protagonismo más absoluto y de las consiguientes alabanzas. 

Algo que por otra parte, conlleva a un segundo problema: el de la opinión, que por muy difícil que resulte de creer, pocas veces ha estado peor vista que en la era en la que tanto nos enorgullecemos de tener “libertad de expresión”. Porque no todo el mundo demuestra estar capacitado para aceptar las críticas o una opinión distinta a la suya. Antes de hablar más vale estar seguro de que lo que se va a decir está bien visto y a ser posible que alimente algún ego. 

Quizá no estaría de más hacer alguna reflexión que nos lleve a preguntarnos por qué en pleno siglo XXI necesitamos bajar la voz para expresar un pensamiento o decir una simple verdad. Tal vez habría que recapacitar sobre aquello que impide a tantas personas expresarse con libertad por temor a no volver a ser bien recibidos en determinados círculos o ser tachados de una cosa u otra. O, sencillamente, sobre el anonimato tras el que muchos se cobijan para no tener que sufrir las consecuencias que acarrea decir lo que se piensa.

Esther Mª Ojeda






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