A veces una se sorprende de las casualidades que se dan en la vida y esta ha sido una de ellas, porque mira que hay días en el año para que se dé la bendita coincidencia de que dos hermandades cordobesas celebren el mismo día dos acontecimientos que marcaron de manera indiscutible sus respectivas historias. El 16 de noviembre de 1986 Fray Ricardo de Córdoba bendijo en las Esclavas a Nuestra Señora de la Estrella y justo cinco años después –el mismo día- Nuestro Padre Jesús del Silencio llego a Jesús Divino Obrero sobre los hombros de Córdoba después de haber sido despreciado por la alta jerarquía eclesiástica gaditana en un episodio digno del más puro estilo Quiñones.
Que la incorporación de ambas imágenes influyó de manera decisiva en el devenir de ambas corporaciones es un hecho incuestionable, probablemente más acusado si cabe en el caso de la cofradía de la Huerta de la Reina, pero decisivo en todo caso. No obstante, no es mi intención detenerme en dos acontecimientos históricos de los que ya se ha venido hablando sobradamente los últimos tiempos. No pretendo centrarme en la metamorfosis experimentada por estas dos corporaciones en exclusiva sino en la de la Semana Santa de Córdoba globalmente considerada. Porque en muchas ocasiones, sobre todo en ese estrato poblacional configurado por los que tienen menos de 30 años, son muchos los cofrades no son conscientes, al menos en toda su plenitud, de cómo era la Semana Santa de la ciudad hace tres décadas; y como ocurre con la historia de España –que también desconocen- resulta imprescindible conocer el pasado para valorar adecuadamente el presente y sentar las bases para construir el futuro.
Yo recuerdo una Semana Santa sin fastos ni bordados, salvo las honrosas excepciones que todos conocemos, sin canastos dorados, sin bulla en la calle, con pasos llevados a ruedas y con múltiples detalles que ahora provocarían sonrojo y que entonces se vivían con absoluta normalidad. Yo he visto pasar cofradías, sentada en el coche de mi padre. Fue la incorporación de ciertos personajes en determinadas hermandades lo que dinamizó el cambio. Un cambio que se asentó en los cimientos que sus predecesores construyeron, ¿qué duda cabe?, pero que fue consecuencia directa de su intervención, que motivó el salto de una Semana Santa de clase B a otra que progresa adecuadamente y se codea con las más grandes.
Figuras cuya aparición a lo largo de estas décadas marcaron un antes y un después. Personas de la talla de Fernando Morillo Velarde, Fray Ricardo de Córdoba, Miguel Ángel de Abajo, Juan Villalba, Miguel Castillejo en particular y Cajasur -de la que ahora tantos se acuerdan- en general, Juan Dobado o Ángel María Varo, por citar algunos, a sabiendas de que me dejo varios –no muchos- en el tintero. La aparición de tres extraordinarios imagineros, Miguel Ángel González Jurado, Antonio Bernal y Francisco Romero Zafra que serían considerados auténticos dioses si hubiesen nacido unos kilómetros más hacia la desembocadura del Guadalquivir. Capataces como Luís Miguel Carrión, Lorenzo de Juan, Pepe Fernández, Patricio Carmona o Javier Romero, que heredaron el trono de la saga de los Sáez, Rafael Muñoz o Ignacio Torronteras… Los nombres de todos ellos están grabados con letras de oro en la historia de las cofradías cordobesas.
Unas décadas en las que se vivieron hitos que supusieron auténticas revoluciones para la imagen de nuestras hermandades: El paso de Jesús del Calvario, el misterio del Cister –el primero con mayúsculas-, la recuperación de la Estación de Penitencia en la Catedral, una auténtica locura hace tan sólo treinta años y que gracias a valientes como quienes por aquél entonces dirigían el Sepulcro hoy ha derivado en lo que ha derivado, la propia llegada de Jesús del Silencio, la Coronación de la Virgen del Rosario –primera que tuvo lugar el mayor templo de la Diócesis-, los dos estratosféricos misterios de Bernal –Humildad y Paciencia y Penas-, las dos primeras maravillas de González Jurado (Caridad y Presentación), la recuperación del Amarrado por parte del Huerto, el regreso de las Angustias a San Agustín, el abandono de las ruedas en el Rescatado o el efecto Poniente de la Cena. No se me enfaden, seguro que ustedes añadirían más elementos que consideran que han motivado la metamorfosis, una no puede tener memoria para todo.
Y por descontado, la celebración del Vía Crucis Magno, que situó a Córdoba en el mapa, el boom de las bandas de Córdoba y la incorporación de hermandades como la Santa Faz, la Cena, el Perdón, la Estrella, la Vera Cruz o la Agonía que aportaron un dinamismo insólito por aquél entonces y al que se sumaron hermandades como la Merced. Y no me olvido de la irrupción de la Archicofradía del Carmen de San Cayetano cuya asombrosa metamorfosis –orgullo de la Córdoba Cofrade- es una magnífica metáfora de la experimentada por todo el movimiento cofrade de la ciudad. Es cierto que también se han producido fracasos evidentes como la construcción de la soñada Madrugá o la división en algunas corporaciones convertidas en cortijos o la imposibilidad de crear una hermandad en Ciudad Jardín, pero a grandes rasgos, la evolución experimentada es incuestionable y un espejo en el que perfectamente podrían mirarse otras ciudades. Por eso resulta tan irritante que algunos de los que continúan aferrándose a su título de presunto gurú cofrade sigan defendiendo “que cualquier tiempo pasado fue mejor” endiosando una tradición y un estilo que insisto, salvando escasísimas excepciones se reducía prácticamente a la nada.
Ahora nos enfrentamos a un nuevo hito que modificará una vez la esencia misma de nuestra propia idiosincrasia, el traslado de la Carrera Oficial al entorno de la Santa Iglesia Catedral. Un traslado que implica nuevos desafíos que habrá que afrontar y superar con la fortaleza derivada de unos buenos cimientos y el convencimiento que la existencia de grandes hombres y mujeres que se han venido incorporando en ciertas hermandades en los últimos años, cuyo liderazgo debe encaminarnos a un futuro ilusionante lleno de triunfos. ¡Qué así sea!
Sonia Moreno