A estas alturas resultaría más que incuestionable hablar de la Virgen de los Dolores como la Señora de Córdoba por excelencia. Un título merecido tras siglos de infinita devoción en una ciudad primordialmente mariana, tras interminables colas que recorren el empedrado de la mágica plaza de Capuchinos para poder estar frente a Ella, que afligida y majestuosa a partes iguales parece proteger desde su camarín al pueblo cordobés desde tiempos inmemoriales.
Aunque la historia detrás de Ella, el paso del tiempo y el enorme arraigo devocional del que goza la Señora hasta convertirla en símbolo indiscutible de la ciudad califal también ha conseguido relegar al Santísimo Cristo de la Clemencia a un eterno segundo plano y, en numerosas ocasiones, conducirlo hasta una práctica – y absolutamente incomprensible – invisibilidad.
Sin embargo, en esa silenciosa discreción con la que el Cristo de la Clemencia aparenta no querer robar un ápice de la atención que se centra día sí y día también en la Virgen de los Dolores reside la inmensa belleza que hace también del hermoso crucificado de Amadeo Ruiz Olmos una obra única de la imaginería y de la comunidad cofrade cordobesa.
La falta de interés reflejada en la palpable ausencia en la que tristemente tan a menudo se ve enmarcado el Cristo de la Clemencia parece en cambio desaparecer por completo cuando, cada jornada de Viernes Santo, la esencia del Cristo de los Faroles, que vela incansablemente la plaza que preside desde hace cuatro siglos, recorre las calles cordobesas erigido como en un altar sobre el inconfundible paso caoba en el que se reproducen los míticos ocho faroles.
Entonces, cuando la perfecta silueta del Señor de San Jacinto aparece dibujado bajo el Arco de las Bendiciones tras atravesar un abarrotado Patio de los Naranjos, en el que uno teme perderse cualquier detalle al parpadear a destiempo o regresa al entorno en que se encuentra su templo y donde el tiempo queda detenido, el Santísimo Cristo de la Clemencia recobra, aunque solo sea por unos instantes, el valor que siempre debería serle dado.
Esther Mª Ojeda
Foto Álvaro Córdoba