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sábado, 5 de noviembre de 2016

La leyenda del Gran Poder


Esther Mª Ojeda. Al igual que sucede en muchos otros casos, en torno a la figura del Señor del Gran Poder oscilan numerosas historias de esas que nunca se llega a saber con certeza si realmente alguna vez ocurrieron o son meras leyendas. Algo que se acentúa aún más si cabe con el llamado Señor de Sevilla, que tanta devoción ha suscitado tanto en la capital hispalense como fuera de ella.

Existe una anécdota en particular – quizá la más popular – que se remonta a una Sevilla en la que no había cabida para los incrédulos. Motivo por el que era incuestionable, como aún hoy es en gran medida, la aceptación de la popular Virgen Macarena como Madre del pueblo sevillano así como considerar su Señor al célebre nazareno de Juan de Mesa.

En este contexto, por las calles cercanas a la catedral ejercía un tal José el oficio de herrero, con el que a pulso se había ganado la fama de ciudadano trabajador, comprometido y creyente ejemplar. Era además una persona alegre como pocas, de actitud positiva, especialmente tras conocer la noticia del reciente embarazo de su esposa.

El herrero, gran devoto del Jesús del Gran Poder, acudía puntualmente a visitar al nazareno a San Lorenzo con el objetivo de rezar ante Él y agradecerle la felicidad de la que gozaba en su día a día a la espera del nacimiento de su hijo. Estas visitas eran asimismo muy conocidas por el resto de parroquianos que, junto al futuro padre, daban por sentado que el deseado bebé sería un varón que habría de llevar, orgulloso, el nombre de Jesús.

Sin embargo, la dicha de José se vio frustrada cuando su querida esposa rompió aguas, pues fue este un parto tan complejo y doloroso que tanto madre como hijo perdieron la vida en él sin que las matronas y los médicos pudiesen hacer nada por evitarlo. Desde aquel preciso momento el carácter del pobre herrero se ensombreció, cayendo en la más profunda de las depresiones y evitando a toda costa cualquier tipo de contacto.

Tal fue su tristeza que desistió de seguir acudiendo al templo del Señor de Sevilla y por supuesto, nunca más lo siguió en sus salidas rompiendo una costumbre que hasta entonces había sido para José una cita obligada. El dramático cambio que había experimentado tras la pérdida de quienes habían significado todo para él no dejaba a nadie indiferente, hasta tal punto que sus vecinos y conocidos no creían estar viendo a la misma persona que tiempo atrás contagiase a todo el mundo su vitalidad y optimismo.

Muchos de ellos incluso se atrevían a preguntar al desgraciado herrero por el motivo de sus ausencias en la Iglesia de San Lorenzo, donde residía su antes adorado Señor del Gran Poder. Estos obtenían por toda respuesta “que sea Jesús del Gran Poder el que, si quiere, venga a verme a mí”.

No obstante, se dio la circunstancia de que poco después el pueblo sevillano hubo de enfrentarse a una enorme sequía que malogró las cosechas y dejó a los habitantes desabastecidos para cuantiosos quehaceres. Frente a esa desesperación, los vecinos realizaron numerosas rogativas con la efigie de Jesús del Gran Poder al frente. Durante una de esas salidas, poco después de haber dejado atrás su sede, se levantó un viento que trajo consigo la anhelada lluvia, una lluvia de tal intensidad que los fieles que portaban la imagen del Señor corrieron con ella sobre sus hombros buscando un lugar donde guarecerla. La urgencia por poner la talla a salvo hizo que los devotos se detuviesen frente al taller de José golpeando sus puertas con insistencia.

Tras unos instantes que a los portadores del nazareno le resultaron interminables, el herrero, extrañado se aproximó desconfiado hacia la puerta al grito de “¿Quién va?”. Entonces se produjo un palpable y largo silencio que finalmente se vio interrumpido por una voz profunda y sonora: “¡Jesús del Gran Poder!”.

Estupefacto, José abrió tembloroso las puertas del taller para descubrir tras ellas a un joven de rasgos angelicales y vestido de blanco por completo, quien se dirigió al herrero solicitando una ayuda que de seguro Dios recompensaría, puesto que de no ser así el diluvio dañaría irremediablemente la imagen del Señor. Fue entonces cuando José, conmovido, elevó su mirada para contemplar la empapada talla de Jesús del Gran Poder. Y así, con el rostro anegado por las lágrimas y avergonzado por la soberbia y el despecho mostrados anteriormente, José resguardó al Señor de Sevilla, recobrando la fe que había creído perdida por siempre.

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