Siempre me ha gustado ir contra corriente, lo reconozco. Ir de rebelde y llevar la contraria. Dicen que se cura con la edad, pero yo he llegado a los cuarenta con la rebeldía a flor de piel. Probablemente culpa de la genética. Por eso soy de intentar encontrar lo diferente y de rebuscar por los rincones de Nisán instantes que escapan de lo comúnmente buscado.
Por eso uno de los momentos más especiales para mi cada Semana Santa escapa de lo que se podría presuponer de un hermano de la Paz, para alguien que ha sido costalero de Humildad. Cada Lunes Santo, busco con avidez algún rincón casi vacío de la Judería, cada vez es más difícil, para contemplar extasiado el paso sobrio y elegante del cortejo del Vía Crucis.
Disfruto localizando alguna callejuela estrecha, no tanto por el hecho de serla sino porque físicamente impide la masificación y por tanto es más proclive al silencio que se requiere para poder disfrutar de esos momentos mágicos. Suele existir una charla entre mis acompañantes en los instantes previos a que la Cruz de Guía invada el blanco inmaculado de las callejuelas y los tambores roncos convoquen al recogimiento. Sin embargo yo guardo silencio antes de que esto ocurra, paladeando mentalmente el hechizo de lo que nos espera e implorando a los Cielos que nada turbe lo que ha de venir.
Necesito de estos momentos para que la Semana Santa que imagino cada Viernes de Dolores se convierta en realidad. No me malinterpreten, soy ferviente seguidor de la Estrella en la Calle Goya o de la Merced cuando se abren las puertas de San Antonio de Padua y todo el barrio espera a la Reina del Zumbacón estallando en aplausos de fe y devoción. Pero es en los momentos de silencio y oración profunda, espiritual, cuando realmente disfruto de la Semana Santa, del sonido de las alpargatas avanzando sobre el empedrado o el del incensario al balancearse y del aroma del incienso y la cera, y del rezo del nazareno.
Cuando la nube de incienso que envuelve al Cristo de la Salud llega a mi altura, mi espíritu se eleva y comprendo que la Semana Santa es mucho más que cornetas y cambios, necesarios pero no exclusivos; es una fusión de sentimientos que nos transporta por los rincones del alma alimentando el altar de la memoria que hemos ido atesorando cada primavera.
Maravillosamente la diversidad es riqueza. Por eso no comprendo a cofrades que pretenden uniformizarlo todo. La grandeza de las cofradías estriba en que cada átomo es diferente al resto, único e irrepetible. Qué sería de nuestra Semana Santa sin el velo y el miserere de Ánimas o sin las levantás a pulso de Expiración o sin el fleco de bellota de la Reina de los Mártires inundando el silencio de la madrugada. No dejemos de disfrutar de aquello que hace que cada instante sea especial, la cercanía del varal con cualquier balcón de un palio por Deanes, la magnificencia de la Virgen de los Dolores o el avanzar poderoso del Cristo de Gracia por María Auxiliadora.
Defendamos con fuerza y convicción lo extraordinario porque es lo que convierte en únicas a nuestras cofradías y no juguemos a ese absurdo que pretender ser la Macarena de Córdoba, porque como dijo un sabio, cuando alguien pretende ser la "lo que sea de otro sitio" se convierte en "la nada de ninguno".
Guillermo Rodríguez
Fotos Antonio Poyato