Tal vez sea esta sensación de relajación y quietud travestida de trascendencia que se respira a orillas del mar en diciembre, aderezada posiblemente con la distancia derivada de cientos de kilómetros de lejanía de mi ciudad, no lo sé, pero me ha invadido una melancolía trufada de añoranza que me ha hecho rememorar ese pasado que se fue para no volver jamás.
Estos días, quienes tienen la suerte de acudir al convento del Císter, en la recoleta plaza del Cardenal Toledo, tienen la oportunidad de recuperar una escena, para muchos cofrades de la ciudad, tristemente perdida en el baúl de los recuerdos atesorados. Una escena de otro tiempo, antes de ayer si hablamos en términos de cofradías, pero un mundo para cada sujeto individual. Recuerdo aquella hermandad del Císter que parecía que se iba a comer el mundo, con esa cuidada orfebrería que era orgullo y al mismo tiempo envidia sana –e insana– de buena parte de los cofrades de esta ciudad acostumbrados a las piezas roqueladas y prácticamente huérfanos de elementos exclusivos, salvando honrosas excepciones.
Recuerdo cómo tantas veces durante la última década del siglo pasado, muchos nos preguntábamos con insistencia cuándo llegaría el momento en que el maravilloso Jesús de la Sangre acompañase a la dolorosa cisterciense por las calles cordobesas cada Martes Santo… y mucho antes, en aquellos años ochenta de faldita, sombrero, instituto, pubs de Galerías y Hombres G, celebrábamos aquellos Viernes de Dolores que la imagen de Antonio Eslava convertía en especiales con aquellos inolvidables Vía Crucis en los que recorría su barrio acompañado de su desaparecida banda.
Es probable que mi sentimiento ni siquiera sea compartido por muchos hermanos del Císter, pero recuerdo, como si hubiese ocurrido ayer, la tristeza que me embargó cuando la hermandad tuvo que abandonar su casa. Sentí como si me arrancasen parte de mis recuerdos. Por eso, estos días en los que Ella ha vuelto a respirar dentro de los muros del Convento en el que habitó el sueño de verla reinar bajo la luna del Martes Santo, no he podido evitar devorar con fruición las decenas de fotos que han llegado a la pantalla de mi móvil como si con ellas pudiera recuperar parte del tiempo perdido. Ya sé que no es conveniente aferrarse al pasado y que hay que adaptarse a los cambios y que no necesariamente cualquier tiempo pasado fue mejor. Como sé que mi melancolía se retroalimente de esa juventud que mutó en canas hace ya algunos años y que no obedece solamente al hecho de que la Reina haya vuelto a su trono. Pero me resulta inevitable mirar las imágenes con una mezcla de añoranza y tristeza, por la certeza de que no son más que un espejismo y que Ella no se quedará allí.
Es cierto que la hermandad ha pasado una suerte de estancamiento que felizmente, más allá de las actitudes infantiles que demuestran con sus actos algunos de sus dirigentes, parece haber superado gracias a la gestión de quienes tienen la responsabilidad de gobernarla. Atrás han quedado los tiempos en los que fue tan difícil encontrar un hermano mayor. Desconozco si época complicada fue consecuencia o no de su marcha del Císter, aunque siempre he dicho que crecer, incluso subsistir, compartiendo espacio físico con Dolores y Paz es una auténtica heroicidad. En cualquier caso, la buena gestión de sus dirigentes, insisto más allá de pataletas infantiles, ha posibilitado que la hermandad vuelva a gozar de buena salud. Sin embargo, sería muy conveniente que la Córdoba Cofrade, sobre todo ese pequeño núcleo que integran quienes aspiran a dirigir una cofradía, tomase buena nota de lo que puede ocurrir cuando la gestión de una hermandad es marcadamente personalista.
La hermandad del Císter es una creación casi exclusiva de dos personajes fundamentales de la Semana Santa de Córdoba, Fernando Morillo Velarde y Fray Ricardo de Córdoba. Dos personajes con una fuerte personalidad y con unos conocimientos sobradamente demostrados con sus hechos a lo largo de su vida. Ellos crearon al Císter de la nada y en tiempos de bonanza, la convirtieron en la gran promesa de la Córdoba Cofrade. Cuando una hermandad desarrolla un camino de la mano de dos sabios de este calibre el éxito debería estar asegurado. El problema surge cuando no se rema en la misma dirección y el conflicto puede generar ciertas tensiones. Entonces, las ventajas se convierten en inconvenientes. De ahí que no estaría de más que muchos de quienes guían los destinos de nuestras hermandades o tienen la pretensión de hacerlo, tomen buena nota de ello y eviten que la personalidad de uno o dos individuos se convierta en la personalidad de una hermandad.
Seguramente el sueño cumplido de ver a la Reina de los Ángeles brillar entre los muros de la pequeña capilla cisterciense sea solamente flor de un día, pero déjenme que siga soñando con que un día, Ella vuelva acompañada de su Hijo para quedarse para siempre en el que fue su hogar. O tal vez emigrando a un barrio, lejos del casco histórico, como un día hizo la Cena; un barrio por descubrir y conquistar; un barrio que le permita crecer hacia el infinito y convertirse en aquél trasatlántico que apuntaban sus prometedores comienzos. Un lugar donde Ella sea Reina total y absoluta de su feudo y Él el centro de la fe de sus convecinos. Aunque el sueño no sea compartido por muchos hermanos de la corporación y probablemente por quienes un día dejaron que se marchasen de su hogar… al fin y al cabo es mi sueño personal e intransferible, cargado de melancolía, pero mi sueño.
He dicho
Sonia Moreno
Foto Antonio Poyato