Siempre he sentido cierto regusto amargo en el paladar, un leve pitido en el oído izquierdo, al escuchar la palabra homenaje. Y es ciertamente curioso, cuando se trata de un vocablo que expresa celebración, honor, respeto. Una muestra de reconocimiento al trabajo bien hecho, la adhesión a una labor sostenida y bregada en las fauces mismas del tiempo. Expresión ensalzada en el mejor momento del homenajeado para ser perfecto, cuando los días de deleite no son parte de un recuerdo nostálgico de un pasado mejor, cuando las canas tiñen viejos horizontes o cuando, sencillamente, ese horizonte se superó y el festejado ya nos observa desde la casa eterna del Padre.
Sin embargo, cuando esas circunstancias –en principio, ideales- acontecen, la crítica cae como la descarga –eléctrica y repentina- de una tormenta de verano, o de una ciclogénesis explosiva, que es más propia de estos días. De ahí, ese regusto amargo y, de ahí, que me halle calibrando cada palabra con el pulso de un notario frente a una sucesión testamentaria. Porque –parece claro- que decir que algo está bien hecho, es emotivo y de justicia, como pienso, raya el pecado mortal.
El reconocimiento ha de ser en vida y en plenitud, al menos eso opino. Ha de ser espontáneo y, por ende, ni perseguido, ni buscado, ni propiciado. El problema parece radicar en que, cuando se dan tales circunstancias, tampoco agrada. Se buscan excusas peregrinas, tales como que no se reconoce a esos cofrades anónimos que solo buscan el engrandecimiento de su hermandad. Yo conozco a varios de ellos y podría dar sus nombres y, de camino, he comprobado si eso era opuesto a que alguien más expuesto a lo público lo recibiese por parte de su hermandad por hacer brillantemente su trabajo durante 25 años. No encuentro la incompatibilidad, ya sea por torpeza, ya sea por generosidad, ya sea porque soy amigo del festejado, pero no hay tal, aunque haya quienes se empeñen en convertirlo en un callejón sin salida.
Durante años, se haga lo que se haga –acertado o no-, siempre parece que no atinamos a dar con la tecla oportuna que componga una sintonía compuesta de nuestras cofradías. Se toca en Do, en lugar de Fa; se interpreta Esperanza en lugar de Virgen del Valle, y viceversa; se nombra pregonero a fulano y no a mengano, que viene después pero no es ya su momento; se nombra a un cofrade ejemplar a título póstumo cuando debería haber sido en vida para que, junto a su familia, lo disfrutara y no sirviera solamente para aquietar el remordimiento de la tardanza y la emoción viva de sus seres queridos al recibir la distinción, o se critica que únicamente ha estado en su hermandad o, al revés.
Todo ello, se huele, se bebe y se masca en el ambiente. No se sale del círculo (como si de Google+, se tratara) de un ambientillo más o menos privado, más o menos público. Y, en ocasiones, lo leo por esos mundos sociales en personas que, en algún momento, tuvieron la ocasión de ejercer esa misma crítica en ámbitos de mayor repercusión. Por aquel entonces –como decía un amigo, cuando el plato de gambas estaba frente a ellos-, no decían eso mismo ni todo lo contrario.
Al final siempre me encuentro con aquello de que someterlo todo a crítica es lo cordobés, pero nada más lejos de la realidad. Se hace en todas partes, no hay que pecar de nepotismo atrasado. La realidad que subyace es más cruel. Por eso es que esta vez el regusto no va a ser amargo, ni lo diré con la voz hecha susurro en una tertulia porque no creo que nadie deba pedir perdón por ser homenajeado por su cofradía y, ni mucho menos, por ser capataz de su Virgen durante 25 años. Desde estas líneas –llenas de amistad, respeto y, creo, que justicia-, vaya mi humilde reconocimiento a Luis M. Carrión, a “Curro” por haber dado tanto de sí a tantas cofradías.
Blas Jesús Muñoz