Resultaría muy tentador en el Día de San Valentín escribir sobre el amor
que debemos tener los cofrades entre nosotros o el que sentimos hacia nuestras
imágenes devocionales. Pero si ustedes me siguen con asiduidad, sabrán que no
me va lo fácil.
Habrán escuchado ustedes aquello de “yo nací cofrade” en multitud de
ocasiones. Pues bueno, no es mi caso. Lo reconozco, yo no nací cofrade, y a
pesar de que recibí educación católica nunca hubo tradición en mi familia en
este sentido. Ni por asomo piensen que me ruboriza lo más mínimo.
Por tanto, yo me hice cofrade. Hace poco escribí sobre la chispa que me hizo sentir cofrade en plenitud. Hoy me quiero retrotraer varios años a este
suceso. Como alguno de ustedes sabrá, estudio para dedicarme a la enseñanza.
Ello me ha hecho ser consciente de la gran importancia que tiene la etapa de la
infancia en cada individuo. Sin irme por las ramas, quiero contarles que mucho
antes de tener ese encuentro con la Virgen de la Esperanza ya me atraía mucho
el mundo de la Semana Santa, no me perdía ni un paso en la calle, escuchaba
marchas, me encantaba hablar de Cofradías… Y buena parte de culpa (por no decir
toda) la tiene un hermano, no de sangre pero sí de sentimiento, que desde la
época en la que ambos estábamos en el colegio me metía el gusanillo, como
coloquialmente se dice, de la Semana Santa. Me contaba cómo salía de nazareno
en su Hermandad, nos encantaba colorear los típicos nazarenos que venían en una
ficha en la asignatura de Religión, ya por entonces cada uno los coloreaba de
un color distinto… Adivinen de qué color vestía a los nazarenos yo… Sólo tienen
que mirar el nombre de mi “columna” en Gente de Paz.
Ya entrados en el instituto, el caprichoso destino quiso que nuestros
caminos se separaran, aunque ello en absoluto hizo que nuestra amistad se resintiera.
En plena adolescencia, a mí cada vez me gustaba más la Semana Santa, y el ya
estaba bastante involucrado en sus dos Hermandades, la Amargura y la Entrada
Triunfal. Comenzamos a tener nuestros “piques” cofrades, pero siempre desde el
cariño. Que si esta Virgen era más bonita que aquella, que si la Semana Santa
de este u otro lugar, que si esta banda vino flojita, que si este paso anda muy
bien y este otro… En fin, todos esos debates que alguna vez todos hemos tenido.
Hace poco, hablando con él a raíz de haber asistido juntos a una
conferencia relacionada con el mundo del costal, comentábamos el cómo habíamos
cambiado los dos en lo que se refiere a nuestra forma de concebir la Semana
Santa. Y es verdad. Crecimos juntos como personas, pero también lo hicimos como
cofrades. Aquellos debates que más tienen que ver con lo estético que con lo esencial
del cofrade pasaron a un segundo plano, aunque algunos de ellos los seguimos
teniendo porque, ¿para qué les voy a mentir? Somos unos jartibles. En definitiva, crecimos juntos, y alcanzamos la madurez
cofrade hombro a hombro, como si compartiéramos trabajadera bajo un paso. Esto
me lleva a pensar que cada etapa de nuestra vida tiene sus características,
también en lo cofrade, y que es lógico que en algún momento de nuestra vida nos
interesemos por bandas, cuadrillas, marchas, devociones, pero que lo
verdaderamente importante y necesario es que aprendamos a establecer
prioridades y a saber qué es lo esencial de la Semana Santa. Eso, como tantas
otras cosas, lo aprendimos juntos, cada uno de una manera, pero juntos al fin y
al cabo. Lo que nunca cambió fue nuestra amistad.
Así que fíjense si esto de las Hermandades es grande y tiene más
trasfondo que lo meramente estético que vemos por las calles, que gracias a
esta bendita locura llamada Semana Santa, el destino me brindó una amistad de
esas de las de toda la vida. Y que precisamente esa amistad fue la que sembró
en mí la semilla cofrade. Cosas de la vida. Va por ti Agustín, va por ti
hermano, sirvan estas simples palabras como forma de agradecerte que siempre
hayas estado a mi lado, en las buenas y también en las malas, que es cuando los
amigos de verdad están. Y, especialmente, gracias por hacerme cofrade desde que
éramos pequeñitos. Bendita locura, hermano.
José Barea
Recordatorio Verde Esperanza