La luna de Nisán comienza a desdibujarse en el cielo. Tras de sí, jirones de luz recorren la penumbra de la noche, alargando las formas hasta configurar un paisaje irreal, barroco y grequiano. Un año más el rito atávico está a punto de completar el círculo. Nada ha faltado a su cita: el azahar, la luz, el color y el calor. La tarde de Viernes Santo, fiel a sí misma, presenta la palidez propia de la jornada litúrgica: la tarde en la que el Cristo entrega su vida por la salvación de la Humanidad. Tarde de negros ruanes, de cirios al cuadril, de silencios contenidos, de rezos ancestrales, de zapatillas de esparto y pies desnudos. Es la tarde en la que la Santa Iglesia Catedral, por segunda jornada, se convierte en el epicentro de la Córdoba cofrade. Es la tarde en la que nuestro primer templo se transmuta en un nuevo Gólgota donde se va a revivir el drama de los últimos momentos de la Pasión.
En esta jornada de tarde en la que el Hijo de Dios expira en San Pablo: “¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?” clama al cielo, mientras que las columnas salomónicas de su compás se retuercen de dolor, como queriendo acompañarlo en su sufrimiento. Poco después, ante el Cristo de los Desagravios y Misericordia, obra realizada por Juan Navarro León en 1794 y promovida por el gran orador sacro que fue el capuchino franciscano Fray Diego José de Cádiz, otro Cristo, el de la Clemencia, realiza su salida procesional amparado por el calor de sus ancianos de San Jacinto y la blancura nívea de la plaza de Capuchinos. En el barrio de la Visitación o del Espíritu Santo: “al campo vamos y allí se verá la verdad”, en palabras de Alonso Fernández de Córdoba a su madre, Cristo es descendido de la cruz arropado por el dolor de María Santísima y el cariño de Nicodemo y José de Arimatea que, ayudados por San Rafael, ungen a Cristo con las, ya doradas, aguas del Betis. No muy lejos de este punto, por la calle que recuerda a aquel clérigo benefactor de los más desprotegidos, Agustín Moreno, Nuestra Señora de la Soledad trata de encontrar respuesta a tantas y tantas preguntas que golpean su corazón de Madre: ¿Por qué? Se pregunta una y mil veces sin encontrar respuesta. Sólo encuentra un poco de consuelo en la plaza de San Pedro, donde Juan de Mesa encuentra la inspiración para realizar su última obra: Nuestra Señora de las Angustias. Por fin, en la plaza de la Compañía, Jesús es depositado en la urna donde descenderá al Seol, al seno del Padre Abraham desde el que acabará resucitando tres días después, venciendo de este modo a la muerte y al pecado.
Mientras, Nuestra Señora del Rosario Coronada, acompaña a su Bendito Hijo luciendo este año los bordados de los faldones de su paso de Cristo, realizados por el artista cordobés, Antonio Villar siguiendo modelos inspirados en antiguos bordados de la cofradía. Nuestra Señora del Buen Fin luce de forma esplendente con sus nuevos candelabros de cola. María Santísima de la Soledad completa su paso con nuevos respiraderos realizados por Emilio León siguiendo diseños de Rafael de Rueda. María es consolada por Juan, el Discípulo amado y María Magdalena por las calles de la Judería cordobesa, mientras que Nuestra Señora de los Dolores Coronada, la Señora de Córdoba, fiel a sí misma y a su tradición centenaria, derrocha consuelo, amor y esperanza a las miles de almas que, bien congregadas a su paso, bien siguiendo sus benditos pasos, se acercan a Ella, implorando, agradeciendo y siempre amando a la Madre de todos los cordobeses, consumando de este modo un nuevo ciclo semanasantero al que ya sólo le falta el glorioso anuncio de la resurrección.
Francisco Román Morales
Recordatorio El Cronista: Jueves Santo