“No habrá paz entre las naciones sin paz entre
las religiones”. Es el axioma que viene repitiendo, desde hace décadas, Hans
Küng, el teólogo católico disidente impulsor de una ética mundial. El Papa
Francisco parece compartir su opinión. Y quiere demostrar, con el gesto de una
oración compartida, que, efectivamente, las religiones no son parte del
problema ni su causa, sino parte de la solución. Incluso en Tierra Santa, donde
las guerras y los conflictos hunden sus raíces en la época de Abraham.
Abraham tiene dos hijos: Ismael e
Isaac. El primero, padre de los árabes. El segundo, de los judíos. El primero,
hijo de la esclava Agar. El segundo, de Sara, la esposa del patriarca. Y, desde
el comienzo, Sara no quiere compartir casa ni tierras con el hijo de Agar y
pide a su marido que expulse a la esclava, y a su hijo, Ismael. Abraham, con
dolor del corazón, cede a su pretensiones y los echa.
Desde entonces, los dos hermanos
están en guerra. Pero si aquí nacen las disputas, también se origina la
paternidad común. Abraham es el padre de todos los creyentes. De él surgen las
tres grandes religiones del Libro: Judaísmo, islamismo y cristianismo. Las tres
grandes ramas monoteístas tienen la misma raíz, el mismo tronco, el mismo padre
común.
El Papa recurre a estas raíces y,
como hombre de fe, convoca, en su casa del Vaticano, a otros dos hombres de fe
que, a la vez son políticos. Francisco pone en juego su credibilidad y su
enorme autoridad moral. Hay quien dice ya que el Vaticano de Francisco es la
ONU del siglo XXI. Y, de hecho, por allí han pasado ya todos los grandes del
mundo. Desde Obama a Putin, pasando por Merkel, Abe, Hollande o Cameron.
Una oración a tres como palanca para construir la paz. Una oración como llamada a la conciencia de los protagonistas del eterno conflicto árabe-israelí. Una oración conjunta como impulso para mover la voluntad política de las partes enfrentadas. El Papa sabe que si tres hombres de fe oran juntos al Dios de Abraham (al mismo Dios), sus plegarias tienen la fuerza suficiente para mover las montañas del odio y del rencor acumulados durante siglos.
La oración en los jardines
vaticanos habla a los presentes, porque rezar juntos crea vínculos de
fraternidad. Pero también a los ausentes: a los políticos, a las potencias, al
universo judío y al mundo musulmán. Y, en definitiva, al corazón de los
pueblos. También al de los otros muchos pueblos desgarrados por guerras y
conflictos. Un gesto elocuente. Un paso hacia la cultura del encuentro. Un rayo
de luz y de esperanza.
El Papa sabe, además, que rezar
por la paz lleva a construirla artesanalmente, en el día día, desde el corazón,
desde la espiritualidad o desde el alma. Para evitar la globalización de la
indiferencia, es decir el acostumbrarse a que el conflicto arabe-israelí se
convierta en algo endémico.
La oración como palanca de la
paz. Con consecuencias prácticas y políticas inevitables. Como las tuvo, hace
ya meses, cuando Francisco convocó al mundo para rezar por la paz en Siria y,
con esa oración, consiguió detener el ataque estadounidense.
Porque la oración en las tres
grandes religiones (y en otras muchas) tiene sentido en sí misma y una fuerza
inaudita. “La oración lo puede todo”, tuiteó el Papa. Es la fuerza de los que
están convencidos de que el Dios todopoderoso acompaña a sus hijos y guía la
Historia. Y que ésta no es sólo la sucesión de momentos, sino que el tiempo
tiene un sentido eterno. Oración como símbolo de la piedad que los orantes
pueden suscitar en la divinidad y signo de que la Historia pueden moverse por
el camino de la fraternidad y de la esperanza.
¿Qué conseguirá con la oración de
Peres, Abbas y el propio Papa en el Vaticano? Quizás sólo un gesto profético.
Pero un gesto que puede mover conciencias. Y voluntades políticas. Y poner en
marcha de nuevo el proceso de paz palestino-israelí. Y que los hijos de Abraham
puedan compartir, por fin, rito, mesa y tierra. Y Palestina-Israel (dos
pueblos, dos Estados) vuelva a ser, de verdad, la Tierra Santa, donde los dos
hermanos (Isaac e Ismael) vuelvan a convivir en paz.