En plena época estival uno continúa acordándose de esa semana mágica y
única en todo el año. El pasado Viernes Santo tuve el honor de realizar mi
primera estación de penitencia con mi Hermandad del Amor y la Esperanza, puesto
que, como sabrán, esa jornada suele ser un tanto inestable –siendo benévolo- en
lo climatológico, y además yo no llevo demasiado tiempo haciendo vida de
Hermandad.
De la estación de penitencia recuerdo muchos momentos junto al Dios del
Amor: los nervios de la salida, la expectación en el hospital, la entrada en
carrera oficial y la elegante presentación al Santuario de la Patrona… Pero hay
un momento que se me quedó clavado en la retina por el hecho de que no lo había
vivido nunca. Fue una vez recogido el palio de la Esperanza, justo cuando se
cerraron las puertas de la casa hermandad. Me impactó mucho ver cómo salían los
costaleros de debajo de los pasos de ambos titulares y todos se abrazaban con
todos, con esa sensación del deber cumplido y el trabajo bien hecho. Quedaban
también todos aquellos que están durante todo el año poniendo los cimientos
para que el Viernes Santo todo salga como ha de salir, esos cofrades anónimos
con la inmensa capacidad de sacrificio de estar 365 días al año pendientes de
sostener y elevar al máximo a la Hermandad. Ellos también se abrazaban. Con
ojos vidriosos, lágrimas de alegría porque todo ha salido bien, pero también de
amargura porque saben a la perfección que esas ocho horas mágicas no volverán
hasta quién sabe cuándo: mínimo un año más. Apurando los últimos instantes
junto a los sagrados titulares para realizar esa última oración y seguro que
dándoles gracias por haber podido vivir lo que ha acontecido las últimas horas.
Me llenó de emoción tener el privilegio de poder vivir todo aquello, y
testigos de excepción de todo aquello, el Santísimo Cristo del Amor y María
Santísima de la Esperanza. Estoy convencido de que os llenaría de orgullo
observar todo aquello desde vuestros tronos. Y como aquella vez hace ya algunos
años, Madre, volví a asomarme por la calle de tu candelería, buscando el
consuelo de tus ojos, con los que apenas pude deleitarme mientras derrochabas
Esperanza por las calles. No sé cómo contuve las lágrimas, ya sabes que no me
gusta que me veas llorar… Aunque sé que me ves siempre. Y me volviste a dar dos
regalos junto a mi gente… Poder acompañar a tu bendito Hijo durante la estación
de penitencia y… los abrazos del después.
José Barea
Recordatorio Verde Esperanza