Todavía menor de edad la futura Reina Isabel II, mientras asumía sus funciones como regente doña María Cristina, su madre, a comienzos de 1839 llegaban a Sevilla las primeras noticias sobre el nuevo invento de la fotografía. A través del Semanario Pintoresco Español, fundado por Mesonero Romanos, llegaban las primeras novedades sobre el nuevo invento, comenzando a sonar los nombres de Niepce y de Daguerre unidos a una novedad que no se alcanzaba a comprender. Pero el camino estaba más que iniciado.
En 1843 se abría en la ciudad, en la entonces calle Cantimplora (hoy Ensenada), el primer estudio fotográfico. Según refiere Miguel Ángel Yáñez Polo, allí se estableció el primer fotógrafo comercial de la ciudad, el de Francisco de Leygonier y Haubert, con un histórico gabinete en el que era necesario el bruñido de una placa de daguerrotipo, hecha en cobre y bañada en plata, primitivo sistema que permitió los primeras de retratos de la burguesía sevillana. Apenas dos años antes se puede fechar el primer daguerrotipo de la ciudad, realizado por Vicente Marmerto Casajús y Espinosa, que colocó un curioso cajón fotográfico, apenas entendido por el público, en la esquina de la fachada de la puerta del León del Alcázar. Realizaba allí el primer daguerrotipo sevillano, al que seguiría una vista del interior del Alcázar. Curiosa aportación de un personaje que había introducido el procedimiento de grabado en litografías en la ciudad, al publicar en 1838 el "Álbum Sevillano", lejano preludio de lo que serían las colecciones de postales fotográficas de final de siglo.
Nacía así una larga historia de nuevos avances técnicos (calotipos, albúmina, gelatinohaluro…) que permitirían reflejar todavía una ciudad en inminente trance de desaparición, ya que todavía aparecerían en las fotos instantáneas de las antiguas puertas de Sevilla, de edificios hoy desaparecidos (convento de San Pablo, convento de San Francisco, parroquia de San Miguel…), de personajes costumbristas o de miembros de la sociedad sevillana que aspiró a ser corte en torno a la familia de los Montpensier. De Bécquer a Isabel II, de Don Antonio de Orleans al torero Curro Cúchares, del vendedor de carbón en la Macarena, a los primeros tranvías. La ciudad se reflejó en la fotografía. A finales de la década de los ochenta del siglo XIX ya se venden en la calle Sierpes los rollos de negativos de Eastman y las cámaras Kodak, siendo la aparición del celuloide una democratización de la fotografía.
La Semana Santa no sería ajena al nuevo invento, aunque tardó en ser centro de atención de los fotógrafos. Aunque no haya acuerdo sobre la datación de la primera fotografía cofrade (se suele señalar una foto del paso del Gran Poder en la puerta de San Lorenzo como la obra más antigua conservada), es cierto que en el último tercio del siglo se produjo el definitivo acercamiento del invento al fenómeno de la Semana Santa. Un motivo de representación complejo por su dinamismo (lo que motivó que las primeras fotografías fueran representaciones captadas en el interior de las iglesias) que obligaba a tomar las imágenes con los pasos arriados y con un ceremonial que se constata en fotografías en las que buena parte del público mira con curiosidad al fotógrafo.
El otro condicionante era el lumínico, lo que motiva que todas las fotografías del siglo estén realizadas con la luz del día. Fotos que se irían convirtiendo en objetos cotidianos con la impresión de álbumes de estampas y de postales y que tendrían, en el último tercio del siglo, a tres nombres como grandes representantes de los orígenes de la fotografía de la Semana Santa sevillana: Lucien Levy, los Almela (Francisco y su hijo Ramón) y Emilio Beauchy.
Lucien Levy es un periodista del siglo XIX. Andalucía y Sevilla le cautivaron en su primer viaje en 1859, lo que motivó su regreso en 1882, pasando un largo tiempo documentando la ciudad. Discípulo de Daguerre, en sus fotografías hay un relato de una época tratada con gran sensibilidad periodística poderosa. Sus fotografías reflejaron el tejido urbano de la ciudad pero también el pulso cotidiano de sus habitantes. En torno a 1882 realizó algunas de sus más conocidas instantáneas de la Semana Santa, siendo especialmente célebre visión de la cofradía de la O por la calle Betis, una visión lejana en la que muestra tanta importancia el paso del Nazareno como el relajado cortejo de ciriales portados con naturalidad, nazarenos mezclados con el público y todas las realidades posibles en torno a una hermandad que se funde con el propio paisaje que la acompaña.
Más detallista y cercana a la postal es su visión del palio a la salida del templo de la calle Castilla, con especial incidencia en la figura del capataz, ejemplo de una época pasada, como la reflejada en la histórica foto del misterio del Nazareno del Valle saliendo de San Andrés: tiempos de acumulación de figuras secundarias hoy desaparecidas en un paso de misterio entonces conocido como El Motín, clara alusión popular al exceso de imágenes. Tiempo pasado, definitivamente reflejado en la albúmina que muestra a Nuestro Padre Jesús de la Pasión sin sus ropajes, en una sacristía silenciosa e íntima, ajena a futuras cláusulas de contratos fotográficos o a derechos de imágenes reservados.
Los Almela
Gran popularidad tendrían las obras de Ramón Almela, hijo del también conocido Francisco Almela (autor de una sorprendente foto del Crucificado del Museo en la calle), que agrupó sus famosas cromofototipias en verdaderos álbumes de postales que se difundieron ampliamente, siendo testigo de la Semana Santa de las dos décadas finales del siglo XX, a la que retrató repetidas veces, tanto en interiores como en exteriores. Son numerosas sus estampas de pasos en el interior de las iglesias, fotos que permiten recordar obras desaparecidas como el antiguo misterio del Cristo de la Sentencia, uno de los palios decimonónicos de la Amargura, la sencillez del antiguo canasto neoclásico del desaparecido Nazareno de la Salud de los Gitanos o el Crucificado de San Agustín en la parroquia de San Roque.
Imágenes estáticas que contrastan con otros exteriores, como el encuadre frontal del misterio de la Carretería o del palio de Montesión (donde el capataz y la presidencia se funden en un único plano), el encuadre lateral del Nazareno de la hermandad de la O (con nuevo protagonismo del capataz y del público que acompaña la escena), o la visión aérea de la hermandad de la Estrella desde un balcón de la calle Reyes Católicos.
Una foto histórica del siglo XIX fue la del conocido café del Burrero, imagen de toda una época desaparecida que fue realizada por Emilio Beauchy. También se acercó a la Semana Santa con excelentes encuadres de exteriores, como el del misterio del Cristo de la Conversión del Buen Ladrón, estampa que recoge tanto a nazarenos, soldados de gala, figuras alegóricas y público que posa de forma clara ante el fotógrafo.
El mismo autor permitió que generaciones venideras conozcan el palio de la Macarena que acabaría en la hermandad de la Estrella, las antiguas figuras del misterio de la Amargura o la estampa histórica de la Mortaja saliendo de su primitivo templo de Santa Marina, imágenes con un punto de irrealidad brumosa provocada por las dificultades del revelado, ejemplos de la magia misteriosa de unos fotógrafos precursores de una larga lista de autores posteriores que tuvieron en el siglo XIX el origen de un nuevo Arte con mayúsculas.