Es un instante favorito. Una mañana de agosto, junto al altar de la Virgen de los Faroles, no recuerdas un nombre, sino un rostro. Mil gestos, bromas y sonrisas, mientras piensas que el mes que viene ya habrán pasado dos años desde que fue.
Es el Día de la Virgen. El mismo en que Enrique Bustos engalanaba el ara de María para dar cuenta de un rito olvidado. El día en que la Virgen del Tránsito camina a la Catedral y, casi, aun puedo verlo en su silla de la Calle de las Comedias, donde tanta vitalidad y tanta alegría repartió. Y, casi, puedo milimetrar las últimas palabras, tan alegres, que compartimos.
Luego la tarde va alargando su paso y la Virgen de Acá toma el pulso de la jornada que es suya. Un pequeño milagro en mitad del verano. Es una cofradía humilde que no se mide por los parámetros de la opulencia. Sin embargo, en cada paso de sus costaleros, en cada flor, en cada son de Tubamirum, en cada calle que la acerca al primer templo... En cada gesto avanza en el logro. En el esfuerzo sostenido de seguir en la pelea por la mera supervivencia de una fe segura, de una devoción certera.
Es una hermandad, la del Tránsito, que invita a la admiración y el reconocimiento del trabajo bien hecho. Una labor altisonante en cuanto a la entrega, a la raíz misma de lo que debe suponer para todos una cofradía. Aunque en lo económico no destaque, huelga decir que es lo importante. Y ellos lo tienen, lo preservan y lo potencia cada 15 de agosto como el mejor de los tesoros.
De vuelta a casa, los recuerdos se templan y las pocas certezas que uno tiene son más fuertes esta noche. Su día ha pasado y solo resta darle las gracias por haber permitido ver su rostro un año más.
Blas Jesús Muñoz
Fotos: José Casanova Mata
Fuente Fotográfica
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