Blas Jesús Muñoz. Probablemente estas palabras que me dispongo a escribir no aumenten la nómina de quienes no pueden concebir que alguien que piensa así pueda llamarse cofrade, católico o, tan siquiera, cristiano. Sin embargo, poco importa si la batalla es contra aquellos que tienen una visión monocromática tanto de las cofradías, de la religión o de la vida. Doctrinaria como la bandera que idolatran, como al dictador que tanto añoran, como el sincero desprecio que siento hacia ellos y que perdono -y miro adelante- porque así me lo enseñaron y es la única forma de distinguirnos.
Escribo este enfoque camino de Sevilla, camino de ver a Dios. Y lo terminaré, de vuelta, con la reflexión reposada y la emoción aun en la garganta.
Decía Núñez de Herrera que aún tenía sobre sí las briznas de la carpintería de José. Que guardaba en sí el dolor antiguo de los proletarios. También que salía a la ciudad cuando caía la noche y, sus dolores, pesaban menos en su mal de ser dolores. Y así es la religión en su sustrato último. Un consuelo, un refugio que parte de la esperanza para llevarnos a la liberación. Porque la libertad, la verdadera, no se puede alcanzar sin la verdad y, en estos días en que nos hemos dejado apresar por la desesperación, vivimos cautivos de nuestro mal de ser hombres. Hombres que nos bajamos al sótano más ruin de nuestras miserias donde el periodista lame las botas de su amo, el costalero las de su capataz, el director de la banda las del hermano mayor de turno o las del periodista, el dirigente las de todos y a la vez todos las suyas propias. Y convertimos algo tan trascendente, en lo que nos va tanto, en un vertedero herrumbroso donde nuestra basura somos nosotros mismos y nos huele hasta bien, pues ya es algo cotidiano. Es natural habernos convertido en escoria, en la lacra de algo tan puro como la fe.
Y entonces lo ves a Él. Omnipresente. Y en la escena ya no caben más motivos que cuantos nos llevaron a su presencia. En una suerte de vida que renace. Y lanza su primer verso al infinito eterno. Y sabes que estás ante Dios. Y te interrogas cómo la mano de un hombre pudo representarlo. Y solo puedes darle las gracias por lo que te ha dado, mientras Él te devuelve la fe y la fuerza para seguir librando esta batalla que nunca terminará porque es el Dios de los que no tienen otra esperanza que a Él. Y, por ti y por ellos, reventarás hasta tu último aliento, cuando ya descanses a su lado.