Permítanme que en esta semana en la que mi Esperanza ha bajado de ese trocito de cielo al que llamamos camarín para celebrar su Onomástica, les hable un poquito de esperanza y de la Esperanza. Les ruego disculpen la triple redundancia. Ilustro este artículo con algunas fotografías de la noche del miércoles, en la vigilia previa al 18 de diciembre. Así que según estén ustedes leyendo el artículo, la Reina de San Bernardo se encontrará tan reluciente como pueden verla en estos momentos.
Hace falta mucha esperanza hoy en día. No quiero sonar negativo, pero vivimos tiempos oscuros, con un horizonte a la vista, cuanto menos, incierto. Los cristianos estamos ante una situación dual y contrapuesta. Por una parte, estamos en una tesitura muy parecida a la que vivieron las primeras comunidades cristianas: rechazo, repulsa, persecución… desde el exterior. Está mal visto ser cristiano. Pero, por otro lado, en circunstancias totalmente contrarias a las de estas comunidades con respecto al interior de las mismas. Me explico, ese rechazo, esa ira que despertaban los primeros cristianos en el resto de la sociedad, tenía un efecto expansivo: salían cristianos de debajo de las piedras, a quienes no les importaba pregonar a los cuatro vientos la Gloria de Dios ni difundir el Evangelio, aún sabiendo a ciencia cierta que pagarían con su vida por ello. Los cristianos formaban comunidades muy unidas, muy fuertes. Hoy en día no sucede eso de puertas para adentro entre los miembros de la Iglesia. Tendemos a acobardarnos, a negar a Jesús más veces de las que lo hizo Pedro con tal de “salvarnos el culo” –hablando mal y pronto-, con tal de no caer mal en nuestros distintos subgrupos sociales, por miedo a ser señalado como el cristiano o el capillita. Y es que, si desgraciadamente no está de moda ser cristiano, los propios cristianos tampoco nos esforzamos por lo contrario.
Pero lo cierto es que hay algo que habita en todos y cada uno de nuestros corazones: la esperanza, uno de los dones más bellos que nos dejó Dios. Cada uno ha de encontrar sus razones para tenerla. Es esa lucecita que permanece en penumbra en nuestros corazones, y que en cuanto la alimentamos lo más mínimo se prende para iluminar todo nuestro interior, proyectándose ineludiblemente al exterior. Yo encontré la esperanza en la propia Esperanza, el motivo para no tener miedo en la serenidad de su mirada, la razón para decir sin reparo que creo en Dios, en la palabra que eternamente emana su boca entreabierta. María, especialmente en su advocación de Esperanza, simboliza el SÍ incondicional a Dios, sin miedo, ateniéndose a las consecuencias. Fueran las que fueran. Debe servirnos de ejemplo, y es que el simple reflejo de las verdes mariquillas que laten en su pecho ha de colmarnos de alegría, valentía y orgullo, para todos los que tenemos el orgullo de sentirnos “verdes”, como nos gusta llamarnos.
Últimamente hay un pensamiento que me aborda constantemente: “qué grande es ser de la Esperanza”. Puede sonar egoísta, incluso cargante, pero estos días en los que la Esperanza brilla con una luz especial me hacen sentir muy afortunado, ya que este 18 de diciembre hace tres años que di el paso para bendecirme la medalla en mi Hermandad, aunque no comenzara a participar en ella hasta varios meses después. Me cambió totalmente la vida, el Amor y la Esperanza iluminaron lo que estaba en penumbra, encontré motivos para afrontar la vida sin miedo. Qué grande es compartir con otros tantos nuestra pasión por Ella, qué grande es sentirse bajo el cobijo de su manto y de su mirada, qué bonito y qué grande a la vez es ser de la Esperanza, en general, y de la de La Línea de la Concepción, en particular.
Seguro que todo aquel que pertenezca y sienta una Hermandad sabrá de lo que hablo. Vengan los tiempos que vengan, la dicha de ser cristiano y cofrade, o cofrade y cristiano –como prefieran-, ha de permitirnos afrontar, junto a Dios, lo que Él quiera para nosotros.
Bendita locura la de ser hijo de la Esperanza.
José Barea.
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