Me despierto. Todavía en la cama miro la hora, es mediodía. No es que sea una rezagada, sólo estoy cansada después de una larga pero a la vez efímera Madrugá sevillana.
Aún siento la emoción vivida hace apenas unas horas y me parece un sueño. Ahora me encuentro a trescientos kilómetros de allí y no me creo que haya pasado tan rápido. Un año entero esperando para ver aparecer por la esquina de la calle Sierpes unas plumas que adivinan a un romano montado a caballo. Los inconfundibles e inigualables sones trianeros inundan la Plaza de San Francisco y en tan solo 5 minutos se encontraba mi Cristo del Compás frente a mis ojos, los que trato de enjugar con mis manos temblorosas. Pero más aún me invade la nostalgia cuando recuerdo a mi Esperanza Capitana pasando por delante de mí a “paso mudá”, tan fugaz como un suspiro por culpa de la condenada lluvia, pidiéndole con la mirada llena de lágrimas que se quede un poco más…
Pero es Viernes Santo, me vuelven los nervios y me pongo en pie de un salto.
Camino de la peluquería voy en silencio, reviviendo una vez más cada instante de la noche anterior, como si estuviese repasando la lección del profesor, para que nunca se me olvide. Soy incapaz de entablar una conversación coherente con la peluquera, todo son palabras banales ya que mis pensamientos son una mezcolanza de sensaciones por lo ocurrido la noche anterior y por la tarde que me viene por delante.
Cuando llego a casa lo tengo todo preparado encima de la cama. Me pongo mi vestido con cuidado de no destrozar el recogido recién hecho, me calzo los zapatos de tacón negros y sentada junto a mi madre espero impaciente, con mi caja de Juan Foronda en el regazo, a que vengan mi tía y mi abuela a ponerme la mantilla.
Llegó la hora. Me enfundo los guantes de encaje y cojo el farolillo y el rosario, ambos usados por varias generaciones de mujeres de mi familia.
A la llegada a la puerta del templo me encuentro con mis amigas, también ataviadas de luto y dispuestas a vivir, como año tras año, una nueva Estación de Penitencia (a pesar de muchos, que no consideran como tal la participación de la mujer vestida de mantilla). Al contrario que esa misma tarde, parece que sin parar de hablar vamos paliando nuestros nervios, hasta que pasamos al interior de la iglesia para que, parecido a una igualá de costaleros, nos vayan asignando nuestras posiciones.
Y de pronto ahí se encuentra Ella en su Palio, en el umbral del pasillo central, con su cara Dolorosa iluminada por la candelería. Sus ojos prevalecen ante el bullicioso ir y venir de hermanos que se cruzan entre Ella y nosotras, que nos encontramos absortas en el más absoluto silencio, admirando su vehemente mirada.
Suena el himno y yo no puedo más. Le doy las gracias por encontrarme otro año acompañándola detrás de su Hijo, que ya se lo llevan como si fuera un ladrón. Ahí estamos nosotras para aliviarla en su llanto, para ayudarla en su pesaroso caminar, relegando algunos comentarios como el de que el nuestro es sólo un papel estético…
Agarro con fuerza las cuentas de mi rosario, rezando por todos los míos y mi Soledad torreveña, ya no tan sola, comienza a andar.
Cada vez que lo recuerdo se me ponen los vellos de punta, y pensar que sólo faltan sesenta y tantos días no se si me tranquiliza o me pone más nerviosa.
Dicen que la espera es lo más bonito, tiempo de revivir momentos, soñar e imaginar infinitas veces cómo será la próxima Semana Grande, un año entero esperando a que lleguen únicamente siete santos días. Muchos no entienden esa bendita locura tan nuestra e inexplicable que los cofrades tenemos la suerte de vivir año tras año. Y al pensar en esto me invade una enorme felicidad de pertenecer a una pequeña y a la vez grandísima y afortunada comunidad capaz de vivir de forma exclusiva algo tan maravilloso como el amor a Dios.
Y a los que sigan sin entenderlo, incluso a los que critican, que me vuelvan a preguntar por qué soy cofrade, que se lo vuelvo a contar.
Estela García Núñez
Recordatorio La Saeta Sube al Cielo