Ocurrió en el Museo de Bellas Artes una mañana de sábado. Una empresa organizaba una visita guiada para niños, una de las formas de celebrar cumpleaños que ahora están en auge y que, por supuesto, son soluciones a priori mucho mejores que las siempre odiosas hamburgueserías que dejan achicharrados los tímpanos con el griterío continuo en salas de techos bajos. El método es sencillo y plausible. Se eligen varios cuadros representativos de la pinacoteca y se les explica con todo detalle a los niños acompañados por sus padres. Un elevado porcentaje de las obras del Museo de Sevilla es de temática religiosa, como es sabido por haberse nutrido principalmente de la Desamortización. Pongamos, por ejemplo, que la guía eligió en primer lugar El juicio final, de Marten de Vos (1594). La verdad es que siempre sobrecoge la gran boca que engulle a los incautos pecadores, la división entre el cielo y la tierra en una composición de impacto. Los buenos disfrutan arriba y los malos sufren abajo. La guía explica el significado de cada plano, de los personajes, los rasgos del manierismo flamenco y el influjo determinante de las creencias tal como eran concebidas en el siglo XVI. Algunos padres fruncen el ceño cuando la oradora tiene que recurrir a términos como la fe, la Iglesia, los conceptos de cielo e infierno, el pecado, etcétera.
Segundo cuadro. La apoteosis de Santo Tomás de Aquino, de Zurbarán (1631). Otro lienzo con una composición delimitada en varios planos: el celestial y el terrenal. Los niños contemplan a ese señor que vuela sobre personajes que oran. La guía refiere brevemente que se trata de uno de los principales teólogos y explica quiénes son cada uno de los señores que aparecen alrededor. Un niño pregunta por quiénes van al cielo. En este momento hay padres que ya no disimulan su malestar cuando reaparecen conceptos que a una mayoría, por lo que se aprecia, produce urticaria interior y un proceso de estreñimiento facial progresivo. Hay cada vez más aspavientos levemente contenidos.
Tercer cuadro. Una visita al Museo de Bellas Artes de Sevilla tiene que detenerse con especial interés en la obra de Murillo, el pintor de la Virgen, de los ángeles, del azul. En esta ocasión se elige Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna (1678). El santo ofrece un óbolo a un niño, a un anciano ciego que se lleva la moneda a los ojos para tratar de intuir el valor de la limosna, a un tullido arrodillado, a una madre que recibe la limosna de manos de un pequeño… La guía comenta los planos de luz y sombra, refiere que se trata de un santo limosnero que ha abandonado sus estudios teológicos (representados en unos libros abandonados sobre una mesa) para dedicarse a los más necesitados. Las protestas de la mayoría de padres son ya claramente perceptibles. La guía se siente acorralada, interrumpe su relato con una pregunta marcada tanto por la buena voluntad como por la torpeza: “Perdón, ¿es que ustedes no son creyentes?”. Y se oye en ese momento una negación mayoritaria seguida de voces que amenazan con dejar la visita si se sigue hablando de la Iglesia y de la fe. Como si la guía estuviera pagada por Rouco Varela, a sueldo de los Legionarios de Cristo o en la plantilla de los Heraldos del Evangelio…
Es obvio que no hay que ser creyente para visitar el Museo de Bellas Artes. Ni el Vaticano. Ni ninguna Catedral ni templo de España. La Catedral, por ejemplo, se puede visitar semidesnudo con tal de que se pase por taquilla. Mayor permisividad, imposible. Los cuadros, las obras de arte, se explican en función de lo que representan, del momento en el que fueron pintados y hasta de la trayectoria personal del autor. No hay más. Tratar de visitar el Museo de Bellas Artes de Sevilla dejando la religión aparte es un metafísico imposible, un ejercicio de laicismo majadero en grado supino. A nadie se le pide su conversión al explicársele un cuadro del XVI o del XVII. A nadie había necesidad de preguntarle por su condición o no de creyente, como hizo la guía con su mejor intención pero incurriendo en la trampa.
Quizás es que esos padres confiaban en que Santo Tomás fuera presentado como un trabajador solidario (ojo con decir caridad, término prohibido) en una ONG con sede en varios países; en que el juicio final fuera explicado como un tío que va al dentista a sacarse una muela, y en que el demonio que se traga a los pecadores se presentara en realidad como una estampa del carnaval chino. Quién le iba a decir a alguno que en un sitio como el Museo de Bellas Artes echaría de menos las hamburguesas, los vasos de plástico y esas insípidas tartas de thermomix. Aquel día se pudo celebrar la asamblea constituyente de Majaderos sin Fronteras. Qué oportunidad perdida.
Recordatorio La Firma Invitada: La Farsa medieval