Como cuando por una esquina asoman
los ciriales que preceden al argénteo trono de la Madre de Dios, la cuaresma
nos anuncia la llegada de algo grande, majestuoso. Un sendero que comenzamos a
trazar en el preciso momento en el que se cerraron las puertas de la última
recogía de la pasada Semana Santa, y que tiene a la cuaresma como su recta
final. Unos últimos metros en los que hemos de desempolvar nuestras mejores
galas para la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.
Como cuando se intuye el resplandor de la candelería, que coquetea con la
suave brisa de la noche estrellada, que se asoma para verte venir. Y, de
repente, un destello de luz aborda nuestros corazones para el deleite de
nuestros sentidos. A los sones de Mi Amargura del Maestro Ferrer comienza a
revirar, muy poco a poco, derecha adelante e izquierda atrás. Todo un romance
para nuestra alma, que ha estado huérfano de Ella durante tanto, tanto tiempo…
Cuánta poesía encierran tus doce varales, que al compás del rezo costalero van
y vienen con una precisión matemática, mientras la bambalina los acaricia una y
otra vez fugazmente, como el lapso de tiempo que permanece María a nuestro
alcance. Cuánto tardas en llegar, pero qué rápido escapas de nuestro alcance. Sale
la cuadrilla de frente al dulce compás de los sones cofrades hechos alabanza, y
cada paso que se acerca a uno, parece comenzar a alejarse. Sólo unos instantes,
los que nos permiten contemplar su divino perfil, preceden a la inexorable
realidad. El paso nos empieza a mostrar su manto, varal tras varal, paso a
paso, se nos escapa de las manos el fugaz discurrir de nuestra Bendita Madre
ante nuestros ojos. ¿Habrá nostalgia más precoz que la de ver navegar un palio
de espaldas? Una nostalgia que comienza a aflorar en el preciso momento en el
que nos sobrepasa la última trabajadera, cuando aún permanece en nuestra retina
todo lo que acaba de acontecer.
Como cuando las puertas de la Casa Hermandad abren tarde sí, tarde
también, y al olor del levantamiento de tu palio acude gente que no se acuerda
de “su” Hermandad durante todo el año. No se preocupen, que vuelven a tener
sitio, como siempre, aunque vengan dando codazos y pretendiendo ponerse los
primeros de la fila. Varales, candelería, respiraderos, candelabros de cola,
techo de palio y bambalinas, maniguetas, llamador que anuncia su pronta
presencia sobre la peana. Todo un ramillete de pequeños detalles que han de
estar ajustados a la perfección para dar a luz, como todos los años, a la obra
más perfecta que se pueda imaginar. Una catedral de plata y fragancia de
azahar, digno hogar de María para que derroche gracia por las calles de la
ciudad. Eso es la cuaresma, construcción, preparativos, ajustes…
Como un paso de palio, así es la cuaresma. Esperada, efímera, dulce y
llena de contrastes. Todo un año, cargado de meses, semanas, tormentas y
tempestades, alegrías y destellos, esperando la llegada de estos cuarenta días,
que no son otra cosa que un tiempo de preparación. Preparación para nuestro ser
cofrade y cristiano, que ha de aderezarse para recibir la Pasión, Muerte y
Resurrección de Jesús. Unas cuarenta noches que engalanan los palcos del cielo
para que quienes se fueron no se pierdan ni una chicotá. Todo ello en esas
cuarenta jornadas en las que la primavera acoge el nacimiento de la flor por
excelencia de la Semana Santa, el azahar, perfumado a su vez por el incienso
que proviene de aquí y de allá, igual que en un paso de palio. Sahumando así
triduos, exaltaciones, pregones, conciertos y ensayos. Una primavera a la que
la cuaresma tomará de la mano, para despertar del letargo y llevarla, una vez
más, a otro sueño: los brazos de María, la Madre de Dios, quien colmará de
gracia los corazones del pueblo que volverá a acudir a su encuentro desde el
Domingo de Ramos.
Como cuando cada año la cuaresma nos asalta en la incertidumbre de las
primeras horas del Miércoles de Ceniza. Busquemos el sabor de cada instante
mágico de estos cuarenta días y cuarenta noches. No dejemos nada al azar, y sí
al azahar, dejémonos contagiar de la sobriedad de la penitencia sin perder la
alegría del cristiano. Jesús nunca nos abandona y, un año más, viene a morir y
resucitar en nuestros corazones. Seamos templo para albergarle a Él y a Ella.
Seamos como la cuaresma, como un paso de palio. Andando sobre los pies, sin
correr y gozando cada momento que Dios nos regale vivir.
Feliz cuaresma,
feliz bendita locura.
José Barea
Recordatorio Verde Esperanza: El más puro de los cargos