Blas Jesús Muñoz. Uno siempre vivió enamorado de sus calles, de su historia, de un atardecer de mayo en un patio, de una taberna donde el vino calienta los corazones y pasa mejor las dificultades de la existencia. Una ciudad que se prometía en plazuelas de piedra y cal donde se reflejaban las arrugas de la ciudad como las de una señora elegante.
Cada acontecimiento demuestra que todo era una gran mentira, una farsa pactada ante la mediocridad de algunos de sus moradores. De una actitud no vital, sino cateta como pocas veces se ve en la bien llamada España profunda. Tan de pueblo que cualquiera, se trate del acto que se trate, tiene que demostrar su profesión. Si, por ejemplo, es matador de toros, pues se torea en un pregón de semana santa.
Lo pongo en minúscula porque a ese grado la hemos reducido en esta apuesta a doble o nada, al rojo o al negro, donde todo es posible porque todo vale. Y se convierte en un boudeville surrealista en el que cualquier cosa cabe en tan anchas tragaderas.
No hay crónica posible. Ni sé lo que ha dicho y, créanme, poco me importa. Sé lo que he visto y con una fotografía basta para preguntarse en qué pensaban quienes lo eligieron o, mejor dicho, cuál es su proceso mental. Y, mejor aun, quién permite ésto. La respuesta a la última pregunta es amplia, más de un culpable que, por omisión, permite que Córdoba dé tanta pena.