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viernes, 20 de marzo de 2015

Entre la Ciudad y el Incienso: Madre y Maestra


Blas Jesús Muñoz. Se adentra la luz lentamente por San Agustín. Es un haz solitario, liviano, brillante. Busca un punto exacto de la estancia sacra donde para de calor el Arca donde la Alianza se renueva en cada jirón de piel, en cada lágrima sobre la tez pálida, en cada músculo hierático por el rigor de la muerte, la misma que nos alcanza e iguala en el dolor de la incomprensión; la misma que decrece ante la vida que la superará mañana, con su luz definitiva.

El rayo alcanza la piel muerta sobre el regazo de la Madre. Una Piedad barroca, un asunción de la realidad última, antes de que él también muera. Él, que nunca predicó desde los púlpitos y que, desde su anonimato -quizá, perseguido-, trazó sobre la madera la vida y la muerte, lo humano y lo divino. Todo en un solo hombre, capaz de convertir las miradas vacías en la atención misma hacia Dios. Juan de Mesa, su Virgen última, su Señor de las Angustias.

La esbelta luminaria se posa sobre el brazo caído del hombre que parece buscar la tierra, tan humana y sufrrida, para alzarse a su hogar celeste. La madera es carne, un Edén barroco de músculo tenso, de dolor antiguo, de consuelo necesario. San Agustín se halla repleto en una tarde del avanzado mil seiscientos. Repleto con una tenúe luz y las Imágenes posadas, expectantes, sin nadie más que las rodee que su propia escena, personal, pretendidamente privada. Las campanas recuerdan la misa, mientras la silueta de un monje se adivina acercándose. La luz se retira, mientras el Arca que forma la Madre y Maestra sigue intacta, aguardando, como el primer día.













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