Blas Jesús Muñoz. En contadas ocasiones se mira igual porque los ojos, casi nunca, vibran de ese modo. No es una manera más -ni común ni cotidiana-, sino una forma de descubrirse a uno mismo. Uno puede indagar en su biografía y siempre hallará un instante, fugaz y cariñoso, en el que todo lo que entendía cambió. Puede ser ante un escrito, una fotografía o, quién sabe, si ante una imagen.
El imaginero, probablemente, comenzara a indagar en las formas y, hace tanto, encontró las de la Mujer, las de Ella, la Virgen de la Salud. Desde ese momento dejó de ser suya para siempre. Desde que pasaron las horas de soledad en el taller. Desde que la madera, sinuosa, comenzó a encarar las formas en la soledad de la noche. Desde que su policromía fue dibujando un rostro iridiscente. Todo cambió cuando sus manos la confiaron a otras y Ella, resplandeciente, buscó en los ojos de cada devoto apresarlo, hacerlo parte de su existencia, ser patrimonio invisible de su amor.
Es una Virgen distinta. La llaman Salud y aún no procesiona en Martes Santo. Es una Mujer especial, que te llama y te embauca porque no precisa de la calle, de las aceras estrechas de la vida. Ella es la vida, la certeza, la esperanza, el consuelo cuando todos los interruptores del alma parecen apagarse. Hay Vírgenes que son así, te llaman, te encelan y te atrapan y entonces, Bendita sea, estás perdido en Ella para siempre.
Recordatorio Entre la ciudad y el Incienso: El primer amor