Son en las tardes lánguidas de Cuaresma, en ese corto abismo que separa el Invierno somnoliente de la primavera que se despereza, cuando una lágrima cristalina, se desliza inmóvil por la delicada tez de esa mujer que es la madre primigenia, la Eva del nuevo testamento. Esa lágrima tan trasparente como el alma de la mujer que la sostiene es el más claro reflejo y recuerdo de una escena que se dilató en el tiempo de esa retina, esa escena que se enmarca con una cruz sorteada por finos regueros de sangre.
Un hombre murió en una cruz, un hombre anónimo cuyo nombre retumba como un eco eterno a través del paso del tiempo. Ese día de tinieblas no falleció sólo un hombre, su carne, era fruto sólo de una mujer, una mujer que ya se anunciaba desde el tiempo de los grandes profetas, Mara, la amarga, la que también falleció en esa cruz.
¡Qué dolor sufriría esa Madre!, esa, que no tuvo una voz celestial que la cesara en llanto, Ella no tuvo el privilegio de Abraham, como dijo San Juan de Ávila: “Mandó Dios a Abraham que subiese al monte y sacrificase a su hijo Isaac (…) Al monte subió con su hijo Isaac, y del monte bajo con él, mas la Virgen nuestra Señora al monte Calvario subió con su hijo más a la vuelta no lo trajo consigo”. ¿Qué pasaría esa Mujer?, ¿qué no rogaría al creador? ¡Cuán caro le costó el trono en el que fue encumbrada!, ese trono de lamentos, ese trono que pagó con un dolor tan hondo en su virginal pecho que sólo hubo allí soledad. Ya no había corazón, porque fue triturado por los pecados del hombre. Nosotros pues no sólo somos los verdugos del Hijo, sino también los verdugos de la Madre, los que le traspasamos el corazón. ¿Qué necesidad tenía ella de sufrir por los pecados del hombre? ¿Quién puso esos pesados y gruesos clavos en esas manos divinas? Cada clavo un pecado, y cada lanzada un desprecio. Cada daño causado un dolor de la Madre. ¿Cuántas veces entonces hemos herido a la Madre con cada pecado que hemos cometido? ¿Cuán inmenso será ese corazón para acoger nuestros incontables y sucesivos pecados?
Veamos el rostro de esa Madre ahora que es la hora. Ahora que es tiempo de dolernos de su tormento. Veamos, cada cual el rostro que venere, el rostro que lleve esa advocación que nos mueve, que nos hace retorcernos las entrañas de cariño, ese rostro que se llama Desconsuelo, porque nunca halló quien pudiera secar sus Dolores, sus Angustias…, ese rostro de niña Nazarena que representa el Mayor Dolor del mundo y que es nuestra Gracia y nuestro Amparo. Gracia porque es la pura, la sin pecado y Amparo porque es nuestra mediadora, la que con su eterna Piedad mueve el corazón del todopoderoso para pedir nuestro perdón.
Recémosle, y dolámonos con ella, con su Hijo, pero recordemos, de dolor no es esta Historia, sino de Alegría, de gozo por ver que nunca se fue, que resucitó para quedarse, y que con su resurrección nos compró por siempre para Él, para que vivamos
eternamente junto a ese rostro invisible que se esconde en la Hostia, y que veremos tras cruzar el umbral que separa la vida terrena de la celestial.
Antonio Maya Velázquez
Recordatorio La Espada de Damocles: El Carnaval de la Cuaresma