Sucedió la noche del Jueves Santo. Habían transcurrido apenas unos minutos desde que la Reina de San Agustín había derramado su elegancia incomparable en la orilla de nuestras miradas y sucumbido al ocaso de la penúltima sesión de palco familiar cuando alguien indicó que podríamos acudir a la paralela calle con nombre de rey que dejó de serlo por obra y gracia del 14 de abril, para volver a presenciar el discurrir de dos de las cofradías que ya habíamos disfrutado, antes de que se alcanzara la medianoche y cerrásemos esa jornada a la que a tantos cofrades cordobeses nos deja con ese extraño sinsabor de las cosas inacabadas desde que la Merced y el Nazareno abandonaran la maravillosa compañía de la Buena Muerte, en la oscuridad de la que en otros lugares es la noche más hermosa.
Nos acomodamos en una de las aceras que servían de cauce para la cruz de guía del Esparraguero, mientras buscaba despaciosamente el sendero de vuelta a casa y tras unos minutos repartiendo miradas entre el cortejo trinitario y los niños haciendo cosas de niños, con los habituales nervios derivados inevitablemente a flor de piel a esas alturas de la noche, cuando de repente reparé en ella.
Me fijé en su bastón, abriéndose hueco entre la incipiente bulla que se iba configurando en las aceras a medida que los nazarenos de la cofradía iban avanzando y el gentío tomaba posiciones convirtiéndose en público. “Se está formado una buena bulla”, pensé. Absorto en este estéril pensamiento me encontraba, cuando reparé en que una chica invidente, ciega o como lo llamen los de la vara giliprogre del absurdo del lenguaje políticamente correcto de “los y las niños y niñas” y tonterías dialécticas por el estilo, caminaba con paso pausado pero decidido calle abajo, buscando San Pablo. “Madre mía, por dónde se está metiendo con la que se está formando” fue lo que, supongo que desde el desconocimiento más absoluto, se vino a la cabeza. Entonces comprobé que no iba sola, sino que la acompañaba un muchacho que también era ciego. Mi sorpresa se multiplicó cuando comprobé que lejos de continuar hacia el Ayuntamiento, o meterse en algún portal, tal y como había presupuesto, se acomodaron unos metros a mi izquierda, en la misma acera, los dos juntos, para esperar pacientemente la llegada del Santísimo Cristo de Gracia.
Les confieso que para mí, aquella fue una de las secuencias más maravillosas de toda la Semana Santa que se nos acaba de escapar de entre los dedos para siempre. La manera poderosa, espectacular y perfecta en que el Crucificado del Alpargate se desenvolvió en aquél momento fue indescriptible, sencillamente mágica, mi vello emancipado del resto de mi piel se erizó a consecuencia de lo experimentado y una lágrima inundó el brillo de mi mirada por la contundencia y al mismo tiempo la sensibilidad que aquella Cuadrilla Costalera con mayúsculas fue capaz de transmitir. El tiempo se detuvo al sentir la presencia de la Divinidad y no volvió a reanudarse hasta que su silueta comenzó a dibujarse camino del Realejo.
A mi izquierda observé a los dos espectadores de los que les hablaba, su actitud y su expresión. No sabría decirles si miraban, pero lo que si puedo garantizarles es que sentían la misma presencia que yo sentí en aquél preciso instante de mi existencia, en aquél pequeño pedacito de gloria que la conjunción perfecta del Hijo del hombre, su gente de abajo y la música de su banda nos regaló a todos los que tuvimos la suerte de estar allí. Sólo había que contemplar sus rostros para constatar que aquella pareja había sentido algo especial que les acompañaría el resto de sus vidas. Instintivamente cerré los ojos, como para poder llegar a comprobar qué era lo que podrían sentir en aquél preciso instante. Fue inútil. Siempre he tenido la firme creencia de que las personas que por las cosas de la vida carecen de algún modo de cierto sentido, potencian mucho más el resto. Por eso creo que sintieron mucho más que los demás. Probablemente recuerden este instante de una forma diferente, seguramente conservarán otro sentimiento entre sus tesoros, distinto al del resto de los mortales que compartimos aquél espacio vital, pero en el fondo de la emoción, se que los tres vimos a Dios aquella noche.
Esta es la auténtica Semana Santa, la de la emoción y la verdad, la que se experimenta en el espíritu y nutre el sentimiento, no la del postureo, la bronca, el egocentrismo, la competición permanente y el selfie con costal hasta la nariz. La que trasciende y estremece las entrañas, la que sublima los sentidos con su esencia imperecedera y nos acerca la presencia del Rey del Cielo, en una metamorfosis de elementos particulares que se convierten en evidencia cuando confluyen de una manera determinada, peculiar y única. La que es capaz de fluir por las venas de dos personas que aparentemente no ven y ven mucho más allá de lo que somos capaces aquellos que no nos creemos ciegos y corrompemos nuestra herencia entre los recovecos del análisis estéril de exornos florales o comprobando si los ciriales están dispuestos de manera adecuada. La que nos reconcilia inevitablemente con el genuino significado de la verdadera Semana Santa.
Guillermo Rodríguez
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