Blas Jesús Muñoz. Toda la inoperancia tumultuosa que se arremolina alrededor de los pasos parece el espejismo del oasis en la mitad calurosa del desierto. Cada vez hay menos gente viendo cofradías en Semana Santa, por más que se repita lo contrario.
Sin entrar en nombres propios, este año pude ir a ver a dos hermandades en sendos puntos donde las veo desde siempre. Iba con carrito, la prueba del algodón del mayordomo aquel. Para que nadie se me asuste, por ser primerizo en estas lides soy cauteloso y me acerco hasta donde la fe y las buenas costumbres lo permiten, antes de que nadie se ofenda y haya trifulca (para eso prefiero las que me trae escribir).
Cuál no sería mi sorpresa cuando, en esos dos puntos, pude llegar casi hasta la primera fila sin agobios, cuando antaño iba solo y tenía que hacérmelas casi de equilibrista y diplomático de Naciones Unidas.
Estaba en esos pensamientos cuando me encontré con una amiga y sus comentarios me hicieron reflexionar. Ella, por así decirlo, es cofrade de temporada. O sea, que le gustan las cofradías en Semana Santa (mire usted qué raro). Y, al preguntarle sus planes para este año (hablábamos casi a ras de procesión con tres carritos, me dijo que vería poca cosa. El motivo que adujo no era otro que, con la cantidad de extraordinarias que hay, tampoco se iba a perder tanto.
Volví a casa pensando en que la gente empieza a ver la Semana Santa como algo cotidiano y que, su marca blanca en forma de salidas extraordinarias, ya le está quitando cuota de mercado. Qué cosas.