Blas Jesús Muñoz. Las preguntas a priori son mejor
que a posteriori, cuando está todo el pescado vendido y ya no existe la
emoción de que puedas equivocarte. De hecho, no hay emoción posible
porque las respuestas que uno tiene -para uno mismo- son inmutables y,
si se cambia de opinión, se justifica con cualquier argumento que para
eso uno es voluble como el elemento químico en estado gaseoso.
No
sé la respuesta universal, seguramente, porque no la haya, pero no
puedo dejar de pensar que los grandes fastos suelen marcar el punto
álgido de cualquier civilización justo antes de su ocaso. Una especie de
órdago ante el final conocido y, las cofradías, comienzan a ver el suyo
en el espejo de las calles donde no hay respeto, las masificaciones se
concentran en determinados puntos y los móviles hacen las veces de la
nueva cera que ni arde ni con su aroma digital nos invita al
recogimiento.
No se cambiaron las pipas por el
teléfono inteligente, o por la cámara de fotos impertinente delante de
los pasos. Todos los elementos conviven en una danza tribal, absurda,
que en nada se asemeja al trasfondo que subyace. Aunque el sustrato lo
olvidaron, para empezar, quienes dirigen y, en algunos casos, quienes
dan su consejo espiritual (que de consejo puede interpretarse en
advertencia y de espiritual tiene el nombre).
La
Magna, la Regina de las procesiones, probablemente, no hubiese sido
necesaria, de no ser por el acoso y derribo al que durante estos últimos
años se ha instaurado contra la Iglesia. Expresar una opinión que, en
off, está consensuada demuestra que, en on, cuando todos callan por algo
será. Miedo, temor, rictus pusilánime. No me cabe duda. Como tampoco de
que la valentía se nos escapa por las redes sociales donde somos
heraldos de la verdad, pero llegada la hora nos ponemos de perfil como
el canto de una moneda que pasa desapercibida junto a un objeto
metálico.
La Magna solo era necesaria para
quien saldrá a ella a disfrutar, ajeno a todo lo demás. Intentan
justificarla con la afluencia de público y el empujón económico para la
ciudad. El mejor argumento del peor político. La economía justifica la
necesidad de la religión. Un argumento vergonzoso y vergonzante, pero
tranquilos que nadie se corta en usarlo porque, seguramente, no saben
otro y como ése es el que les han enseñado mueren como espartanos con
él.
El modelo más reciente, dos años ha, fue un
soberbio desastre por más público que acudiera y por más que uno lo
repita da igual. La Magna, no se confundan, es para algunos una forma de
dar alpiste a su ego que es como el de un canario en tamaño porque
nunca antes tuvieron la oportunidad de demostrar nada.