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martes, 15 de septiembre de 2015

El Cirineo: Rabiosamente heterosexual


VERGÜENZA, con mayúsculas. Ese es exactamente el sentimiento que hemos experimentado muchos cofrades que tenemos dignidad, alma, corazón o sensibilidad, al conocer lo ocurrido en una casa hermandad hace unos días, no importa cuántos. Resulta, que un antiguo hermano mayor se dedicó a insultar a un miembro de su corporación llamándole algo tan grave como maricón. Así, como lo oyen, en pleno siglo XXI y con la que le está cayendo a las hermandades por obra y gracia de la acción de determinados espectros giliprogres, algunos impresentables de cuyo nombre no quiero acordarme y que lamentablemente engrosan las filas del universo cofrade para mancharnos a todos con su repugnante bazofia, demuestran periódicamente que no tienen otra cosa que hacer en sus miserables vidas que echar mierda encima a sus congéneres, con actitudes ante las que, de ser generalizadas, yo mismo abogaría por la prohibición absoluta y radical de todas las cofradías pero no por parte de los poderes políticos, como algunos de los que nos odian propugnan, sino por la jerarquía eclesiástica que si tuviese lo que tiene que tener expulsaría para siempre del seno de la iglesia a semejantes canallas, algunos con pedigrí católico de toda la vida, que desde su posición de supuesta superioridad moral ensucian de la manera más repugnante corporaciones que no son de su propiedad por mucho que su pueril imaginación se lo haga creer y que sobreviven gracias a ellos, al daño que causan cada vez que abren su bocaza y a su asquerosa herencia de cizaña sembrada por los rincones de su incompetencia.

No se trata de actitudes universales, gracias a Dios, pero si lo es la connivencia cómplice de terceros, y metámonos todos, cada cual que aguante su vela, con esos eslabones perdidos entre el primate y el ser humano, esa que se traduce en sepulcral silencio cuando ladridos como estos retumban en una casa hermandad y que deberían ser acallados con firmeza fulminante por las personas normales que los soportan y toleran, invitando de camino a abandonar un lugar en el que debería reinar el respeto, el amor y la fraternidad y que, a causa de individuos como estos, destilan un odio rabioso, recalcitrante e irracional hacia todo lo que consideran distinto a su arcaico pensamiento único.

Cuando comencé a llevar costal, era frecuente escuchar bajo las trabajadoras, a cierto personajillo lanzando periódicamente consignas franquistas (él decía fascistas sin tener ni la más remota idea de lo que significa esa palabra), machistas y homófobas sin ninguna clase de rubor derivado indiscutiblemente de su categoría humana y su capacidad mental ante el silencio cómplice de todos los que le escuchábamos, algunos imagino que por vergüenza ajena, otros por no señalarse y enfrentarse a alguien que ya entonces portaba galones y otros, en el peor de los casos, por ser copartícipes de semejantes imbecilidades. Ese mismo individuo, justo al terminar el recuento que representaba el final de un reñido y sucio proceso electoral, exclamó para celebrar el resultado cosechado algo así como “por fin se acabaron los maricones en la cofradía”. Si las cosas fuesen como deberían, el rebuzno en cuestión debería haber provocado, más allá de algún lógico y humano conato de echarle los dientes abajo por parte de más de uno, que el asno fuese expulsado de inmediato de la hermandad que tenía la desgracia de tenerlo dentro. Al contrario, fue premiado con un cargo en la junta de gobierno y gozó de un poder que incuestionablemente cataloga a quien se lo dio, y a quien se lo sigue dando.

Cualquiera que se haya criado entre incienso y cera es consciente de que la homosexualidad es tan común en el seno de nuestras cofradías como respirar, del mismo modo que lo es la presencia de especímenes que no merecen ser llamados personas y mucho menos cofrades o cristianos, y que utilizan la diferencia, sea cual sea para atacar y menospreciar a sus semejantes sin reparar evidentemente en sus propios defectos, que generalmente nadan en la abundancia.

Pretender despojar a nuestras corporaciones de ciertas personas en base a su condición es tan repugnante y estúpido como querer excluir a los rubios, a las mujeres o a los zurdos. Es posible que no se les puedan pedir peras al olmo ni exigir raciocinio a quienes no dan para más, como bien decía Forrest Gamp “tonto es quien dice tonterías”, pero no es menos cierto que es responsabilidad de todos los que coexisten con esta clase de sujetos demostrar tolerancia cero ante determinados comportamientos. Si alguien amenaza con denunciar a un hermano ante la autoridad eclesiástica por cuestiones tan graves como acostarse con quien quiera, debería ser expulsado inmediatamente del seno de cualquiera de nuestras hermandades, por mal cristiano y por mala persona. Para casos como estos debería ser aplicado con toda la dureza esos reglamentos de régimen interno que, hasta la fecha, únicamente han servido para acallar a cierta oposición molesta y poco sensata. Lamentablemente algunos parecen seguir haciendo oídos sordos a los avances que está experimentando la Iglesia gracias a los esfuerzos de ese gran revolucionario llamado como el santo de Asís. Quizá la gran mayoría de cristianos que pensamos como él, deberíamos ayudarle, como buenos cirineos, a cargar con la cruz en el complejo vía crucis de luchar contra la mente retrógrada de muchas de las ovejas del rebaño que pastorea, por el bien de nuestras creencias.

Que la preferencia sexual no inhabilita para tomar decisiones en una hermandad como ha quedado perfectamente acreditado a lo largo de los siglos, es algo tan obvio como que la imbecilidad sí que es (o debería ser) impedimento para ocupar un cargo con un mínimo de probabilidad de éxito, y sin embargo nadie parece poner coto a que algunos cabildos de oficiales sigan integrados por seres cuya capacidad mental está más cerca de la ameba que del homo sapiens. Así le ha ido a muchas de nuestras corporaciones, con juntas de gobiernos formadas y presididas por perfectos cristianos de los que nunca importó si eran incompetentes, misóginos, homófobos, racistas, acosadores, maltratadores o algo mucho peor, si ello es posible, con tal de que no fuesen homosexuales… o maricones. 

Aún siendo minoría, con semejante piara repartida por algunas casas de hermandad y con el infinito perjuicio que causan, aún nos preguntamos por qué determinados grupos sociales nos atacan y odian sin ser conscientes de que es la responsabilidad de esa mayoría casi siempre silenciosa de personas normales la que permite que estos sinvergüenzas continúen entre nosotros, que se nos confunda con ellos y se identifique a nuestras hermandades con su repugnante ideario surgido de la más recalcitrante de las cavernas.


Guillermo Rodríguez
















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