El bargueño abierto, la canasta de los encajes roídos, la carpeta de los grabados salpicados de humedad, un capipota desnuda, un Niño Jesús de Praga sin orbe en sus manos, un via crucis al que le faltan cinco estaciones. La palabra más bonita del léxico cordobés no es telera, ni saquito, ni mucho menos cipote. Es jarambeles.
La Pepa, la gran matriarca de la plaza grande, se afana cada mañana en vendértelos, incluso en un perfecto alemán si hace falta. Jarambeles que son parte de aquellas casas señoriales de las que ya no quedan en Córdoba, ni las casas ni las señoras.
Una mañana, allí, apareció Ella, la que ven en la fotografía, como una mascota en Agosto abandonada en una cuneta, un árbol de navidad el 7 de Enero. Quien se cansó de tenerla en su casa, irradiando belleza, sacralidad, dulzura, maternidad y amor, la llevaría hasta allí con el fin de sacar cuatro perras, o quizá porque quien le rezaba ya no le reza. Y en ese desprecio, está lo divino de esta fotografía. La foto habla de aquella virgen guapa aún en el taller sevillano, fotografiada en blanco y negro por Fernand, y vestida por él mismo, bajo los ojos presente de Fray Ricardo, Álvarez Duarte, Rafael Zafra… quien estuviera allí!
Encontrarme aquella foto me hizo pensar la dura metáfora de lo efímero que es nuestro paso por las cofradías. Nadie es imprescindible, nadie es para toda la vida hermano mayor, prioste, mayordomo. Algún día serán también polvorientos jarambeles abandonados. Mientras tanto, yo le rezare al cuadro cada noche aquello que cantaba el fraile en los rosarios de la aurora: Virgencita que guardas mi cabecera, carita de jazmín, ampárame.
Porque, por supuesto, compre aquel divino jarambel.
Rafael Cuevas
Recordatorio El Compás de San Pablo: El artista y sus formas