Blas Jesús Muñoz. Van a cumplirse veinte años desde aquella primera vez en que me acerqué a igualar sin saber qué era. Por aquel entonces, más de un mal denominado capataz cordobés tampoco es que tuviera los conceptos diáfanos. Y, sin embargo, en la orilla lejana del Guadalquivir, la misma que si te atrevías a nombrar levantaba una erupción cutánea, los costaleros comenzaban a amontonarse en algunas cuadrillas, que no en todas.
¿Quién no ha soñado con sacar a la Macarena, a la Esperanza de Triana, al Gran Poder, a la Amargura? Casi cualquiera. Uno llegó incluso a igualar una noche de viernes y casi, de no ser porque me aguardaba lo que tanto ansiaba en san Lorenzo, podría presumir de Domingo de Ramos en San Juan de la Palma.
Sin embargo, por aquel entonces ya había, si no listas de espera, sí costaleros que año tras año acudían en busca de una oportunidad en la igualá hasta que entraban o se aburrían. Ahí se fraguaron las listas de espera y las medidas que, algunas hermandades, se han visto obligadas a tomar para que el mayor número posible de hermanos sea partícipe del mundo de abajo o, al menos, tenga una oportunidad.
Hasta ahí es normal, lógico y comprensible. Cosa distinta es el rigor normativo que, más que a una cofradía, recuerda a la burocracia estricta donde el estado pierde su democracia para ampararse en la dictadura minuciosa de los reglamentos que atan y asen, restando de toda la naturalidad posible al devenir de los acontecimientos. Pero ese ya es otro asunto.
Recordatorio Enfoque: Sacerdotes y toreros