Las aguas del viejo Betis corren con cierto ímpetu. Las lluvias de los últimos días han hecho que su cauce crezca. El torrente tiene cierto color almagra ocasionado por el barro removido por la corriente. Tras los días de mal tiempo apetece el paseo por la Ribera. Desde el viejo embarcadero hasta la Cruz del Rastro la ciudad parece dormir en el tiempo. La fachada trasera de la fernandina, hoy ruinosa, iglesia de San Nicolás de la Axerquia se alza blanca tratando de recordar lo que fue. Lástima que la desidia nos privara de una iglesia de las erigidas por el rey castellano, cuando reconquistó la ciudad para la cristiandad. El paseo continua por la ribera del gran río que vertebra Andalucía. La ciudad pierde su encanto justo cuando se llega a la Cruz del Rastro. Es justo allí donde una horripilante pasarela oxidada une las dos orillas. ¿Quién fue la mente lúcida que osó tal construcción? La armonía del paisaje, y una de las vistas de mayor belleza de la Córdoba eterna, queda horriblemente mutilada por tan horrendo puente. Tal vez fueron las mismas cabezas pensantes que sustituyeron el clásico empedrado o el característico adoquín, por el frío granito propio de los países del norte del continente; o quizás los amantes de las vanguardistas lámparas lumínicas de la Corredera y del viejo Puente Romano.
Huyendo del despropósito del nuevo puente, aligero el paso. El tramo entre la Cruz del Rastro y la puerta del Puente lo hago rápidamente. San Rafael se alza vigilante desde su centenaria atalaya del Triunfo. Torrijos arriba me abordan dos nietas del Piyayo que, con gracia quieren venderme unas ramas de romero y de paso leer la buenaventura en mis manos. Aligero el paso y andan presurosas tras de mí. La puerta de los Deanes, y la largueza de mis zancadas, son mi salvación. Al penetrar al patio de los Naranjos las gitanas cesan en mi persecución.
En el interior del patio de Los Naranjos se vuelve a respirar la quietud. El ambiente invita a la reflexión, aderezada por los gorjeos de los gorriones y el trino de los caños de agua de las fuentes. Esa paz únicamente es quebrada por los murmullos de los visitantes, que acuden a visitar un monumento único por su singularidad. Tras beber un trago de agua fresca en el caño del Olivo y tras andar pausadamente, me siento frente a las puerta de las Palmas. Junto a ella y su izquierda, las neo mudéjares celosías que ideara Rafael de la Hoz, son testigo mudo de la polémica ocasionada a su costa. En si son un postizo. Una obra de artesanía en madera que solo cumple a medias el cometido para el que fueron concebidas, pues su diseño abigarrado y su sensación de pesadez no permiten que la luz entre dentro del recinto como en un principio se pensó.
Las celosías, ese objeto que se ha convertido en ariete contra la iglesia, sabiamente manejado por aquellos que osan hacerse con el preciado recinto. Gentes mediocres a los que solo importa la gestión del monumento para engordar su ego y de paso el de sus carteras. La celosía XVII, o 17, esa es la punta de lanza. Modificarla para permitir el acceso a las cofradías, dice el ICOMOS que es mutilar el monumento, pero ¿quién es el ICOMOS para decir a su legitimo propietario que tiene que hacer?
Ya este verano, cuando el niño malo de la clase, o alcalde "inpectore", manifestó que la apertura, de la ansiada puerta, quedaba suspendida hasta oír la opinión de la UNESCO, algo se intuía. La cosa estaba clara. La mediocre clase política que nos gobierna, ya esperaba una resolución favorable a sus intereses, seguramente encargada ad-hoc, para impedir lo que ya prácticamente estaba hecho tras años de conversaciones y negociaciones. Ahora el caso es dejar todo en el aire, dejando a técnicos propios y ajenos en la picota. El caso es echar tierra contra los propios intereses de la ciudad en si.
Si Córdoba fue, y es, feria de discretos, hoy corre el peligro de convertirse en feria de mediocres e inútiles. Gentes sin don de gestión, pero llena de resentimiento y revancha. Gentes que ven a la iglesia como un enemigo a exterminar, y que de forma maquiavélica están usando a las cofradías para su siniestro propósito.
Su único fin es el metal. Su incapacidad para hacer de la ciudad una fuente de ingresos a través de la industria o el comercio, solo ve válvula de escape en un turismo al que se agarran como los náufragos a una tabla. ¿Qué ocurriría si las cofradías se plantaran y decidieran sustituir la anual estación penitencial por la celebración del Triduo Sacro en el interior de los templos? Seguramente se ganarían nuevos enemigos, y tal vez, al propio pueblo pidiendo explicaciones. Esas mismas que ellos no han respetado, cuando el ICOMOS desaconsejó alguna intervención nefasta y de mal gusto. Solo hay que tirar de hemerotecas para comprobarlo.
Quintín García Roelas
Recordatorio La Feria de los Discretos: Espantajos de importación