Blas J. Muñoz. No existe nada mejor que la víspera. La expectativa nos mantiene ilusionados como la primera vez y como la última, que siempre puede estar ahí, aunque prefiramos omitir el pensamiento. Se trata de un ritual, de una liturgia que, contra todo lo razonable -lo dijo Pascal-, el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Y todo es nuevo y todo es antiguo. Esa es la parte del Misterio que nos entrega la Semana Santa. Y con el pensamiento antiguo, apenas con tres minutos del Viernes de Dolores recordé San Jacinto, la Salutación a la Señora. Y por qué no reconocerlo, me acordé de mi abuela y, con un Ave María, la felicité por su Santo, aunque ya no pueda verla.
La mañana me trajo a la mente una capricho del azar, el Sábado de Pasión es el Santo de mi otra abuela. Y, aunque sé que me hago viejo, de la mano de Marcos nos fuimos los tres a ver a la Señora. Su jubileo infinito se mostraba en las colas para entrar. Las mismas que aguardaban a la Virgen de la Paz. Mientras nace el asombro contemplando al Señor del Císter.
La noche se fue cubriendo y, al salir del trabajo, no pude evitar mirar al cielo. El Señor de las Angustias, el Nazareno, Rescatado, Providencia... El rostro de la ciudad que mira a Jesús, a Cristo, al hombre y a Dios. Una misma naturaleza de los días que recibirán su paso firme. Un amor entregado a manos llenas para que se queden vacías y se vuelvan a llenar. Y Córdoba en el centro del mundo, como cada rincón de la geografía emocional que se entrega a su fe en Dios, entre los rezos de un Vía Crucis atávico que el hombre buscó aun sin conocerlo.
La imago Dei de la ciudad se entrega, se da a base de amor y nadie puede pensar que esto sea malo, la esperanza del mundo nunca puede serlo.
@BlasjmPriego