Te despiertas una mañana y te descubres mirando al cielo.
Es el ritual atávico del cofrade, el que cada vez importa menos conforme
avanzan los años. Descubres los recuerdos de otras mañanas de verano,
de arena y sal, frente al templo blanco, inmaculado, que refleja los
rayos de sol al mundo, despedidos por Ella y para Ella. Y tienes la
certeza de que las cosas tienen un sentido profundo que no se comprende
al instante por más que la sociedad se empecine en su inmediatez
estrafalaria.
Nunca estuve allí en Pentecostés cuando la Luna alumbra otro
Nisan que no sé si comprenderé jamás. Mis mañanas de verano eran otras y
aun recuerdo el cartel que prohibía entrar con ropa de baño. Nunca
entendí, ni siquiera de niño, cómo alguien puede entrar en un recinto
sagrado -sea de la confesión que sea- sin el debido respeto. Y es otra
palabra, respeto, que cada vez echo más en falta.
El cielo sigue gris y el Simpecado aguarda en San Pablo.
Cuando lean estas líneas torpes habrá iniciado su camino en busca de la
Blanca Paloma. Y mientras pienso en que no hay estandarte más hermoso en
su propio concepto que el de Sin Pecado Concebida. La Virgen pura para
mediar por nuestra concupiscencia como entendió San Pablo.
Los acordes de Cristo de Gracia fluctúan en la atmósfera de
una ciudad que se mira en Ella y sale a su busca. Más allá de las
nubes, recuerdo aquellas mañanas de agosto y a quien se dejaba caer en
la banca y te miraba ensimismada. Entonces te miraba y te preguntaba
¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres de mí? Sigo desconociendo tantas cosas,
tantos secretos y resortes que el tiempo juega en mi contra. Pero sé que
un día todo llegará porque es inevitable. Te pienso y me da hasta miedo
pronunciar tu nombre, Rocío.
Blas J. Muñoz