La infancia se concentra en cinco, diez o quince recuerdos que cada cierto tiempo retoman el pulso de lo que fuimos, vimos o nos marcó por alguna razón que no siempre hay porqué comprender. Los del colegio caminan siempre entre enero y mayo. En aquel patio de la residencia que miraba absorto por aquellos ventanales (entonces tan infinitos) de mi clase. En mayo el patio era más patio y los sentidos se agolpaban en el pórtico de aquella iglesia a la que nunca, los de aquella generación, llamamos santuario.
Seguramente lo era, pero en el sentido más simbólico de las canciones, rendidos a sus plantas, y la alegría que cada mes de mayo iba despidiendo el curso entre el Angelus, Santo Domingo Savio y la Fiesta inmensa en torno a Ella. Junio traía consigo cierto aroma de melancolía, a caballo entre la intensidad de lo vivido y el fin de curso.
Fueron otros años. Por aquel entonces no había procesión como la conocemos ahora, ni bandas y los sueños en torno a las cofradías caminaban muy lejos y solo en Cuaresma. Tal vez, ahora todo hubiera sido muy distinto para quienes construimos aquella generación invisible en torno al patio de los Antiguos alumnos y habríamos seguido otro camino.
Sin embargo, todo tiene su tiempo, incluido el de la tarde en que la coronaron y la vi pasar, a escondidas porque estaba en el trabajo. Ayer, de vuelta a casa, una conversación inconexa de cualquiera que caminaba cerca de mí hablaba del Colegio, de la procesión y la cuadrilla. casi sin darme me escuché tarareando su canción como una patria encontrada desde un mayo muy lejano. Todo ha cambiado mucho, pero el himno, su emoción, siguen intactos.
Blas J. Muñoz