Blas J. Muñoz. La vida suele componer su collage de escenas
que determinan una trayectoria por medio de detalles que, en apariencia
nimios, vienen a marcar el futuro. Y esos gestos encuentran su liturgia
especial en la figura del torero que mantiene rituales que son
inherentes a un modo de vida diferente al resto de sus congéneres.
Cada diestro guarda imágenes de Vírgenes y Cristos, pero
suele tener una por la que siente un apego especial; una hierofanía a
través de la que encuentra la calma en el momento preciso por el que
transitan el miedo o la desilusión. Y, como es sabido, la de Juan
Serrano "Finito de Córdoba" es Nuestra Señora de los Dolores, la Reina
de los Servitas, la estrella que ilumina al torero en sus tardes.
La Hermandad de los Dolores compartía una imagen de la
tarde que estaba predestinada al éxito, al reencuentro con su afición
para que Finito celebrará sus veinticinco años de alternativa,
encerrándose con seis toros en el Coso de los Califas. La meteorología
no quiso que este esperado momento se diese y hubo de suspenderse el
festejo.
Los aficionados se quedaron con la frustración de no poder
asistir a una de esas tardes que siempre se recuerdan y contemplar los
lances acompasados por el sonido de Caído y Fuensanta. Pero en ese
momento, el torero volvió a mirarse en el espejo donde se buscan los
creyentes. Y allí, frente al retablo cerámico de Nuestra Señora de los
Dolores, se produjo el gesto preciso, en el peor momento.