Blas J. Muñoz. A lo largo de la historia se producen momentos determinantes que, a tenor de lo que suponen, pueden llegar a pasar desapercibidos en esa comparativa. Y es que un cuatro de junio de hace 396 años, la firma de un contrato iba a suponer una transformación tan rotunda en el campo de la imaginería hasta el punto de hacérnosla comprender, en gran parte, como la concibió una de las partes firmantes.
La salida de Juan de Mesa y Velasco del taller de Juan Martínez Montañés (donde también se concitara otro apellido ilustre del gremio, como el de Ocampo) y la superación de la prueba de nivel que, en la época se exigía para poder ejercer los oficios iban a traer consigo el primer encargo en solitario, el del imponente Cristo del Amor.
Como señalaba el profesor Hernández Díaz, dicha obra ess la más montañesina de cuantas, a partir de ese momento va a realizar Juan de Mesa, y en ella se pueden apreciar los rasgos serenos del Crucificado que aun se halla imbuido por el estilo que encumbrara, en todos los sentidos, al Maestro de Alcalá la Real.
A partir de ese momento, en menos de una década, las huellas de Juan de Mesa se van a esparcir desde Sevilla a Guipúzcoa, pasando por Córdoba. Desde el Cristo de Vergara al Gran Poder, su frenética labor, alternada con épocas de descanso probablemente debidas a recaídas en su enfermedad, va a dejar tras de sí buena parte de las mejores obras que la imaginería procesional nunca conociera.
Una fecha para celebrar la de este cuatro de junio, día en que la imaginería cambió su curso para siempre y se inició el camino de devociones tan universales como emocionantes.