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sábado, 4 de junio de 2016

El cáliz de Claudio: La banda que ensayaba junto a un campo de refugiados


Blas J. Muñoz. Como casi todas las noches del año, cuando regreso a casa después del trabajo, el pensamiento libre (no en su axioma ideológico, sino lúdico) regresa mientras la música me deposita en otros horizontes. Cuando apenas faltan un par de minutos para llegar, en un gesto ya mecánico, me quedo desprovisto de los auriculares que, desde que recuerdo, me alejan de la realidad para adentrarme en el universo que mi infancia creó. Es en ese momento, cuando los sones de cornetas, tambores o trompetas me devuelven al universo terreno de la ciudad.

Desde mi calle, donde se halla la frontera pretendidamente segura de mis días, escucho con atención los ensayos de algunas bandas que no están demasiado lejos, pero que solo son visibles a través de su sonido. Por un espacio medido de dos minutos, el repertorio cofrade de cada día es desconocido, no elegido; a veces trae recuerdos y, otras, me hace tener un minuto de paz en el que valoro el esfuerzo que debe hacer cada músico durante, prácticamente todo el año. Y, en más de una ocasión, he sentido la tentación de dedicarles unas palabras de reconocimiento, pues en cierto modo son pequeños héroes que sacrifican parte de sus vidas por aquello que les gusta.

En esos dos minutos no hay contratos, despedidas o renovaciones. Hay música ejercitada para obtener de cada instrumento la mejor versión del sonido que ofrece. Un pequeño milagro que sublima al ser humano, desde que arrancó de la nada la primera nota musical. Y así, en la noche del pasado jueves, cuando sonó el teléfono comprendí mejor que lo que escucho cada noche al llegar a casa posee un trasfondo que me era ajeno, al menos, hasta esa conversación.

Guillermo me narraba lo que había visto durante el último ensayo (preparatorio de las Jornadas de Puertas Abiertas) de la Banda de la Salud. "La Banda desfila, mientras ensaya y pasa por ese lugar". El enclave es el antiguo edificio de Calmante Vitaminado y me describía, con la precisión que acostumbra, como niños pequeños -de probable origen rumano- salían semidesnudos de entre los escombros. Los mismos niños que jugaban a imitar a los músicos en su ensayo. O los mismos cuyos presumibles padres se dilucidaban en el interior del edificio viendo la televisión en pantallas de alta resolución.

"Es otra ciudad". La ciudad dentro de la ciudad, pensé. Aquel callejón desvalido de la Nueva York de Paul Auster en su trilogía que jamás creí que existiría alguna vez en mi pequeña y confortable ciudad. El problema es el de siempre y es que creí que nada me llegaría y todo cumple su ciclo. Como cuando salgo cada día de casa y beso a mi hijo y sé que, de regreso, escucharé un trozo de una marcha y él estará dormido, aunque siempre tuve claro que el tiempo juega a la contra y hay que saborearlo hasta el extremo del frenesí.

Por eso, al oír lo de los niños imagine, de seguido, la terrible escena. La crueldad de la sociedad que aparta la mirada ante los coches que se acercan y las chicas -prácticamente niñas- que salen de la nada y se suben a ellos. No conozco las soluciones, para ofrecerlas deberían estar los mismos cuya preocupación es un titular o una titularidad ajena y no abordan el tema porque, seguramente, ni saben ni quieren afrontarlo. La capacidad de afrontar tus propios problemas es el primer signo de madurez de la persona y es lo que se presupone al político como el valor al soldado que no tuvo la oportunidad de combatir. 

Mientras todos miren hacia otro lado el problema no existe. Abrí la ventana, tras terminar la llamada, Y la última marcha concluía como un regalo o un cargo de conciencia inesperados. Ya sabía que, la siguiente noche, el regreso a casa no sería igual porque dentro de mi ciudad hay otra mucho más triste, sin oportunidades ni soluciones, como las de aquellos que, unas calles más atrás y oriundos, esperan junto a los contenedores que tiren lo que sobra en el supermercado.





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