Cuando un cofrade se mira desde el espejo de la autocrítica se da cuenta de la picassiana figura en la que nos hemos convertido y no asumimos. Nuestro mundo se ha metamorfoseado erróneamente en algo terriblemente fanático, donde hemos descuidado lo esencial del cristiano como es la fe y la devoción en Dios y su Madre, para crearse desgraciadamente algo tan equívoco y irreal como "ser fan de" y no "ser devoto de", aunque nunca lo reconozcamos.
Y es que nos hemos emplazado en una situación que fanatizamos todo y nos convertimos en ultras de una cofradía, banda o Dios sabrá qué. Entiendo y alabo la singularidad de las distintas hermandades que componen este mundo, con su fervor y puesta en la calle tan particular, pero el problema que surge es cuando solo nos quedamos en eso: en ser fanáticos.
Es comprensible que alguien que me lea me replique con un sencillo "uno no puede ser devoto de todas las cofradías, entenderás que haya hermandades que te gusten por cómo son". Por supuesto. Pero, ¿cómo se puede ser fan de algo sin que te guste el protagonista de este maravilloso quinto evangelio que son nuestras cofradías?¿Cómo hemos llegado a desear y admirar algo por aquellos "instrumentos" que nacieron para exaltar a Dios, y ahora tiene el efecto contrario cuando un simple concierto puede tener más expectación que un Cristo en la calle?
Por eso mismo, cuando alguien ve algo no por quién sale, sino por con quién sale, cuando nos hacemos hooligans del costal (con sus infinitas ventajas, al igual que infinitas e incongruentes son las modas que acarrea), como de la música, que sin desprestigiar tan noble oficio cofradiero, tienen más atención y cámaras que el crucificado que va delante (visto en una extraordinaria), uno se plantea en qué ha degenerado un mundo que nació para evangelizar bajo una religión de confraternidad, y que cada vez está más corrompido y herido y nos dejamos llevar por un sentimiento que aflora desde el fanatismo y no desde la fe. Hooligans no, gracias.
Carlos Medina