Esther Mª Ojeda. Cuenta la historia que un día un borriquillo llegó a la ciudad y entró en el patio del Convento de San Pablo, ante el descuido del hermano portero. Éste al encontrarlo, lo sacó de vuelta a la calle. El borriquillo, entonces, se dirigió a la Iglesia de San Agustín. Los hermanos, al verlo pensaron que pudiera estar perdido, decidieron darle albergue hasta que vinieran a reclamarlo. Le quitaron la pesada carga que llevaba y al abrirla, descubrieron maravillas una bella talla de la Virgen. Cuando la noticia corrió por la ciudad, los dominicos la reclamaron como suya, pues el borrico fue a su convento en primer lugar, a lo que los agustinos respondieron que puesto que ellos recogieron al borrico y los otros no, la talla era suya. Finalmente, presentado el caso ante la justicia, los agustinos pudieron quedarse con la imagen, a condición de que si por algún motivo la Virgen entraba en San Pablo, no volvería a salir de allí.
Así plasmaba Ramírez de Arellano la leyenda sobre la Virgen de las Angustias en su celebérrimo Paseos por Córdoba. Una popular y consabida historia que la realidad ha venido a desmentir por dos veces. La primera gracias a un testimonio que certificaba la llegada del grupo escultórico a Córdoba en la fecha del 18 de marzo de 1628. A esto se sumaba el testamento del mismísimo Juan de Mesa en el que el cordobés afirmaba: Estoy obligado a hacer una Virgen de la Soledad o Angustias para el convento de San Agustín de Córdoba, a la cual no le faltan tres días de trabajo. A las palabras del inmortal imaginero solo cabría añadir los documentos que certifican el pago por la ejecución de ambas imágenes: una cifra que ascendía a 4.003 reales, de los que 500 habían sido cobrados por adelantado.
La segunda desmitificación habría de versar acerca del enfrentamiento entre agustinos y dominicos. Desde la llegada a la ciudad de la que fuera la última obra de Juan de Mesa, Nuestra Señora de las Angustias – bendecida el 18 de marzo de 1628 en San Agustín – permanecería en su sede hasta que lo que comenzó siendo un simple problema con la puerta de salida para la estación de penitencia desembocó en el traslado del conjunto escultórico a San Pablo, donde a pesar de haber residido durante más de cincuenta años no ha permanecido por siempre, quedando así desmentida la leyenda con el histórico regreso de la Virgen a su primitivo templo en la jornada del 15 de marzo de 2014.
Con esa memorable vuelta a los orígenes, empezaban a aflorar una ingente multitud de recuerdos recogidos sobre todo en fotografías. Se rememoraba así a la Virgen ataviada con rostrillo, alumbrada en su camarín por bombillas o mostrándose en el Huerto de San Agustín prácticamente tal como la tallara el siempre recordado Juan de Mesa, amén de un largo etcétera.
Sin embargo, uno de los hitos más presentes en toda la historia de la Virgen de las Angustias fue el que aconteció en la década de los 30, concretamente en 1938 con la incorporación del mítico palio que llegó a cobijar a ambas imágenes – incluso con la nueva disposición que colocaba la cabeza de Cristo en las rodillas de la Madre, también inmortalizada en el Huerto de San Agustín – hasta que, como recordarán, el palio hubo de ser suprimido en 1957 por orden expresa del obispado de Córdoba.
No obstante, la obra de mayor valor artístico de la Semana Santa cordobesa había procesionado anteriormente sobre el mismo paso aunque aún sin aquel famoso palio. Este, a diferencia del actual, era plateado, con una clara influencia renacentista y de planta ochavada. En él, tanto el exorno floral como la iluminación era profusa, caracterizándose esta última por la disposición escalonada de los cirios, fácilmente apreciable en la fotografía superior, realizada entre 1920 y 1930 a las puertas del templo del que muchos sostienen que jamás debió salir, dejando huérfano durante largo tiempo a un barrio que siempre se había deshecho en saetas a su Virgen.
Este paso pasaría finalmente a la historia cuando el 19 de mayo de 1957 los miembros de Hermandad de las Angustias llegarían a un acuerdo para llevar a cabo la iniciativa de la realización de un nuevo paso. Tras una exhaustiva búsqueda, la corporación se decidía al fin a encargar al ilustre Antonio Castillo Ariza el proyecto – valorado en 295.000 pesetas y estrenado en un frustrado Jueves Santo de 1958 –, para el que asimismo contó con el talento de Miguel Arjona, resultando en una auténtica joya patrimonial sobre la que habría de alzarse la magnífica obra que tanto ha contribuido a la eternidad del inigualable imaginero cordobés.